Este domingo visité una exposición dedicada al genio de Van Gogh. De todas las obras expuestas, me llamó especialmente la atención “el Anciano apenado”, un cuadro al óleo sobre lienzo realizado en 1890. Esta pintura representa a un hombre mayor y sin fuerzas. Su postura deja entrever una situación trágica, llena de sufrimiento y devastación, una condición de impotencia ante su propio dolor.
Sin duda, la resonancia del cuadro en mi alma tiene que ver con mi biografía: me dedico a cuidar a enfermos discapacitados en la Congregación de las Hijas de Santa María de la Providencia. Por lo tanto, mientras veía la pintura, no pude evitar recordar algunos de los nombres que han salido a la luz en la prensa italiana desde el año 2000 por no haber superado la prueba del dolor, personas que han recurrido a la eutanasia entre el clamor de los medios de comunicación: Stefano di Carlo, Emilio Vesce, Piergiorgio Welby, Giovanni Nuvoli, Eluana Englaro, Mario Monicelli, Lucio Magri, Piera Franchina, Carlo Lizzani, Walter Piludu, Dj Fabo, Davide Trentini, Loris Bertocco, Patrizia Cocco, Federico Carboni, Elena “Adelina”.
El tema de la eutanasia no sólo vuelve periódicamente a la atención de la opinión pública polarizando el debate entre quienes defienden el “derecho a morir” y quienes defienden la vida, sino que sigue siendo una “materia legal en suspenso” en Italia, donde los diversos proyectos de ley presentados al Parlamento han sido rechazados por el Tribunal Constitucional. Pero no se trata sólo de “cuestiones legales” sino, sobre todo, de rostros concretos, historias de vida desgarradoras desde el punto de vista de quienes están involucrados. De hecho, en realidad, todos lo estamos.
¿Pero morir puede ser realmente una elección libre? Por lo general, las controversias relacionadas con el final de la vida se identifican con la pregunta: “¿Tiene una persona que sufre el derecho a elegir morir?”. En cambio, en mi opinión, el tema debería ser enmarcado en una perspectiva orientada hacia la vida. Las primeras preguntas que deberíamos hacernos son: “¿Por qué una persona llega a desear morir?”; “¿qué podemos hacer para prevenir esta solicitud?”.
El valor profundo de la vida humana
Algunos factores limitan la capacidad de entender el valor profundo de cada vida humana: el primero es la referencia a un uso equivocado del concepto de “muerte digna” en relación con el de “calidad de vida”. En virtud de este principio, la vida se considera digna solo si tiene un nivel aceptable de calidad, en base a la presencia-ausencia de determinadas funciones psíquicas o físicas, o a menudo identificada también con la sola presencia de un malestar psicológico. Según este enfoque, cuando la calidad de vida parece pobre, no merece continuar. Sin embargo, así no se reconoce que la vida humana tiene un valor en sí misma.
Un segundo obstáculo es una comprensión errónea de la “compasión”. Para evitar que sufra, se piensa que es mejor ayudar al paciente a morir por medio de la eutanasia o suicidio asistido. En realidad, la compasión humana no consiste en provocar la muerte, sino en acoger al enfermo, apoyarlo en las dificultades, ofrecerle afecto, atención y los medios para aliviar el sufrimiento.
Por último, un tercer factor es el individualismo creciente, que induce a ver a los demás como límite y amenaza a la propia libertad. En la base de tal actitud, el individuo pretende salvarse de los límites de su cuerpo, especialmente cuando es frágil y enfermo. Pero hay que encontrar un sentido al sufrimiento y a la enfermedad y nunca olvidar que la fragilidad es lo que nos hace valiosos.
La verdadera enfermedad de nuestro tiempo: la soledad
El individualismo está en la raíz de la enfermedad más presente en nuestro tiempo: la soledad. La idea de fondo es que aquellos que se encuentran en una situación de dependencia son cuidados en virtud de un favor. Así, el bien se reduce a ser el resultado de un acuerdo social: cada uno recibe los cuidados y la asistencia que la utilidad social o económica hacen posibles o convenientes. De aquí se deriva un empobrecimiento de las relaciones interpersonales, que se vuelven frágiles, privadas de esa solidaridad humana y de ese apoyo social tan necesario para enfrentar los momentos y las decisiones más difíciles de la existencia.
Es necesario superar la visión individualista del problema, para situarlo en el contexto mucho más amplio de las relaciones interpersonales, involucrando a todos -familiares, enfermeros, médicos- llamados a vivir con fidelidad el deber de acompañamiento de los enfermos en todas las fases de la enfermedad, y en particular en aquellas más dolorosas de la existencia, como Jesús Buen Samaritano, que respeta, defiende, ama y sirve la vida, cada vida humana.
La capacidad de quien asiste a una persona en condiciones críticas de salud, debe ser la de “saber estar”, velar con quien sufre la angustia de morir, “consolar”, es decir, ser-con en la soledad, ser com-presencia que abre a la esperanza, porque incurable nunca es sinónimo de insanable.
Mientras miraba la pintura de Van Gogh mencionada anteriormente, pensé en cada uno de esos nombres y en su dolor, un manifiesto elocuente de una humanidad que anhela encontrarse con el Señor de la vida, el único capaz de derramar de manera efectiva el aceite de consolación y el vino de la esperanza sobre las heridas humanas.