Introducción

La lectura es una materia obligatoria en el verano. Los periódicos y revistas más variados colman sus páginas de consejos sobre obras y autores para llenar las horas de inactividad laboral. Es justo que así sea, independientemente de las exigencias comerciales que impulsan estas propuestas. Las vacaciones son un reto para nuestra densidad interior, para nuestra «vida interior», para nuestra capacidad de estar a solas con nosotros mismos. Las habituales noticias de temporada de relleno -cómo navegar en Internet en la playa y otras invenciones para entretenerse o para vencer el aburrimiento durante las vacaciones- demuestran la sabiduría del pensamiento de Pascal: “toda la desdicha de los hombres proviene de una sola causa: no saber permanecer en reposo en el propio cuarto” ( Pensamientos, 139).

«Vacare» en latín significa dedicarse por completo a una actividad. Por lo tanto, la lectura, la formación a través de la lectura, es un tema para todas las estaciones. El consejo-advertencia de San Josemaría es realmente intemporal: “Una persona terrible: el ignorante y, a la vez, trabajador infatigable. Cuídame, aunque te caigas de viejo, el afán de formarte más” ( Surco, 538).

Esta reflexión de San Josemaría, en su característico estilo -sencillo, directo, incisivo- es casi un eco de aquella otra reflexión de Newman: “Abandonada a sí misma, la naturaleza humana es susceptible a desarrollar sentimientos innumerables, más o menos deplorables, impropios, mezquinos y miserables. En poco tiempo se cubre y se reviste con una selva de pequeños vicios y vergonzosas debilidades, de celos, astucia, cobardía, inquietud, resentimientos y obstinación, de ideas retorcidas, de arrogancia y egoísmo.
El cultivo de la mente, aunque por sí solo no cura las heridas más graves de la naturaleza humana, puede hacer mucho por estos defectos menos graves.
Cuanto más se expande nuestro horizonte intelectual y nos elevamos en el conocimiento de los hombres y las cosas, más progresamos en las facultades y la conformación mental de lo que solemos nombrar con el término ‘gentleman’; y si esto se aplica a todos los hombres, independientemente de sus principios religiosos, aún es más cierto para los católicos” ( On the present position of Catholics in England).

Emergencia educativa

El tema del estudio y de la formación a través de la lectura tiene muchas facetas. He optado por abordarlo desde la tan renombrada «emergencia educativa». Porque de hecho estamos en una situación de emergencia educativa, empezando por la forma en que se estudia la literatura en las escuelas y universidades y, por tanto, indirectamente, cómo se lee, o cómo
no se lee.

Dice Martha C. Nussbaum, profesora de Derecho y Etica en la Universidad de Chicago:

“En la actualidad estamos asistiendo a una crisis progresiva de enormes proporciones y de alcance global, tan inobservada cuanto perjudicial para el futuro de la democracia: la crisis de la educación. Seducidos por el imperativo del crecimiento económico y de las lógicas de la contabilidad a corto plazo, muchos países infligen fuertes recortes a los estudios humanísticos y artísticos en favor de habilidades técnicas y conocimientos práctico-científicos. Y así, mientras el mundo se hace más grande y más complejo, las herramientas para entenderlo se hacen más pobres y rudimentarias; mientras la innovación requiere inteligencias flexibles, abiertas y creativas, la educación se inclina a unas pocas ideas estereotipadas. No se trata de defender una supuesta superioridad de la cultura clásica sobre la científica, sino de mantener el acceso a ese conocimiento que nutre la libertad de pensamiento y de expresión, la independencia del juicio, el poder de la imaginación, como tantas otras condiciones previas para una humanidad madura y responsable” (

Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades,
2010).

Si, además, se reflexiona sobre cómo se enseña la literatura en Occidente, el juicio es más grave. Tzvetan Todorov, que con Genette, es uno de los padres de la «poética» del discurso literario, denuncia en un breve y fascinante estudio como el deconstruccionismo, el nihilismo y el solipsismo, que dominan actualmente la educación escolar, la crítica e incluso la escritura, están arruinando el interés de los estudiantes por la literatura. En Francia, por ejemplo, ha pasado del 33 al 10 por ciento en unas pocas décadas: «Sin ningún estupor los estudiantes del instituto aprenden el dogma según el cual la literatura no tiene nada que ver con el resto del mundo y estudian sólo las relaciones que existen entre los elementos de la obra» (La letteratura in pericolo, 2008). Estas tendencias, interdependientes entre sí, se basan en la idea de que «una ruptura radical separa el yo del mundo» y por lo tanto en que no existe un mundo común.

La alarma sobre la emergencia educativa la había lanzado también un prominente teólogo que se ha convertido en Papa, Benedicto XVI, en suCarta a la Diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación (21 de enero de 2008). Esta carta ha tenido un impacto significativo en Italia. Entre otras cosas, condujo al informe El desafío educativo promovido por la Conferencia Episcopal Italiana y publicado por una editorial como Laterza, y de la cual ya ofrecimos una reseña en Familyandmedia.

Estos y otros diagnósticos, que son opinión cada vez más común, constatan un fracaso que no es sólo escolar, sino también educativo . ¿Quién podría ser el culpable?

a) Las primeras en sentarse en el banquillo de los acusados son las nuevas tecnologías. Antes era la televisión quien era satanizada, y lo sigue siendo todavía hoy, y no sin razón. Culpar a la tecnología siempre ha sido algo fácil. Los estudios y libros que denuncian el efecto de empobrecimiento cultural causado por las nuevas tecnologías, y no sin motivo, son muchos. Hemos dado cuenta de ello también en nuestro sitio, por ejemplo, Nicholas Carr: Aguas poco profundas.

¿Qué está haciendo Internet a nuestros cerebros?

(The Shallows. What the Internet Is Doing to Our Brains, 2010).

No es mi intención entrar ahora en los aspectos tecnológicos y en sus posibles consecuencias sobre las personas y la cultura, las cuales son innegables y ambivalentes. Cada nuevo medium de comunicación introduce una ganancia cultural y a la vez una pérdida, como demostró McLuhan. Así, por ejemplo, la imprenta extendió la lectura a todos los estratos sociales y permitió la enseñanza universal obligatoria, pero como consecuencia ofuscó toda una cultura oral con su enorme riqueza. La televisión ha cambiado la forma de imaginar, de aprender y de razonar de la generación audiovisual, así como Internet está cambiando los hábitos de consumo de los medios y los circuitos mentales de la generación digital (la prensa favorece un pensamiento lineal, secuencial, más lógico, frente a un pensamiento asociativo promovido por los links). Toda transformación forma parte del desarrollo humano. La humanidad necesita generaciones para incorporarla, asimilarla y dominarla. En este proceso de asimilación, que es al mismo tiempo social y personal, se producen disfunciones y, frecuentemente, se paga un alto precio.

b) El otro acusado digno de reprobación son los adultos, y este imputado tampoco carece de motivos de acusación. Me sirvo del diagnóstico de Alessandro d’Avenia en su artículo publicado en Avvenire el pasado 10 de junio, narrando las impresiones recogidas durante su viaje a lo largo y ancho de Italia para realizar conferencias y reuniones, tras el éxito de su debut como novelista con la obra Blanca como la nieve, roja como la sangre.

“He oído a una profesora decir, después de una de mis reuniones: ‘En la escuela tenemos que sembrar dudas, no certezas’ Yo no siembro certezas, sino el deseo de vivir por la verdad, el bien y la belleza. La alternativa no está entre la duda y la certeza, sino entre sentido y sinsentido de la vida. L’epoca delle passioni tristi (título de un libro que todo educador debería leer) es la época que ha bloqueado los recursos mejores, porque la búsqueda de la verdad ha sido retirada del centro de la sociedad y de las relaciones. No se genera vida porque se tiene miedo, porque no hay una verdad que seguir. Quienes pagan la dictadura del relativismo son aquellos que por esencia están hechos para la verdad: los jóvenes. Sus pasiones tristes son nuestra falta de vida interior y de tiempo, nuestro apego a las cosas antes que a las personas, nuestra fatiga en el donar,
nuestra embriaguez de carreras y consumo” (La meglio gioventù, en Avvenire, 10.06.2011).

Es el mismo diagnóstico de Benedicto XVI en su carta a la diócesis de Roma, mencionada con anterioridad, con la excepción de que el Papa es más optimista, más esperanzador: no sólo están en juego las responsabilidades personales de los adultos o de los jóvenes, que ciertamente existen y no deben ocultarse, sino también “un clima generalizado, una mentalidad y una forma de cultura que llevan a dudar del valor de la persona humana, del significado mismo de la verdad y del bien; en definitiva, de la bondad de la vida. Entonces, se hace difícil transmitir de una generación a otra algo válido y cierto, reglas de comportamiento, objetivos creíbles en torno a los cuales construir la propia vida”. A diferencia del progreso económico o científico, “los valores más grandes del pasado no pueden heredarse simplemente; tienen que ser asumidos y renovados a través de una opción personal, a menudo costosa” (ídem). Después, Benedicto XVI continúa con algunas pautas básicas o criterios sobre la educación que ahora no es el caso de desarrollar.

La cultura hiperespecializada es parte del problema

La nuestra es una cultura alfabetizada pero que genera una gran cantidad de analfabetos funcionales, individuos que lo saben todo, o casi todo, sobre la permeabilidad intestinal de los mariscos, los genes o el ADN… y ¡desconocen la dignidad del embrión, de una persona! Lo miden todo, lo pesan todo, cuantifican… y ¡olvidan que Dios sólo sabe contar hasta uno!

La especialización empobrece el espíritu y la inteligencia. Tocqueville dice, explicando la América que encontró en el siglo XIX, muy diferente de la actual: «En América a veces ocurre que el mismo hombre trabaja su campo, construye su casa, fabrica sus utensilios, realiza sus zapatos y teje con sus manos la tela áspera que lo debe cubrir. Esto va en detrimento del perfeccionamiento de la industria, pero sirve poderosamente a desarrollar la inteligencia de los trabajadores. No hay nada que, más que

la división del trabajo, tienda a materializar al hombre y a eliminar de sus obras incluso la huella del espíritu» (Democracia en América).

Vivimos en la cultura del experto: el experto es el nuevo gurú del mundo desarrollado, el chamán de la sociedad moderna. Y ciertamente, el experto no puede ser un buen gobernante: «los individuos estrictamente limitados en el ámbito de ejercicios profesionales y especializados, e inevitablemente encerrados en el estrecho y corto círculo de hábitos arraigados y persistentes, no son nada indicados para todas aquellas actividades que requieren un amplio conocimiento de los asuntos humanos, experiencia en los asuntos complejos, una mirada comprensiva y sintética sobre el conjunto de intereses internos y externos que se entrelazan de diversos modos y que constituyen la totalidad formativa del multiforme organismo que llamamos Estado» (Burke. Sobre la Revolución francesa).

La terapia de la lectura y de la cultivación de la imaginación narrativa

Nussbaum, después de discutir sobre la importancia de la formación del pensamiento crítico («pedagogía socrática» la llama; es decir, enseñar a razonar, a pensar por sí mismos), trata este tema en el capítulo 6, titulado «Cultivar la imaginación: la literatura y las artes». Y afirma: «Los ciudadanos no pueden relacionarse bien con la totalidad del mundo que los rodea sólo a través de la lógica y el pensamiento factual. La tercera competencia de los ciudadanos, en estrecha relación con las dos primeras, es lo que llamamos imaginación narrativa» (p. 111).

Exactamente el mismo recurso que propone Todorov como parte de la formación de los jóvenes para su mejor futuro profesional: “¿Qué mejor introducción a la comprensión del comportamiento y de los sentimientos humanos, que el sumergirse en las obras de los grandes escritores que se dedican a esta tarea desde hace miles de años? Por lo tanto, ¿qué mejor preparación para todas las profesiones basadas en las relaciones humanas? Si se entiende así la literatura y se orienta de esta forma su enseñanza, ¿qué otra ayuda más valiosa podría encontrar el futuro estudiante de derecho o de ciencias políticas, o el futuro trabajador social o quién se ocupa de psicoterapia, el historiador o el sociólogo? Tener como maestros a Shakespeare y Sófocles, Dostoievski y Proust, ¿no sería como beneficiarse de una enseñanza excelente?»

Es por eso que tenemos que leer. Las razones, los motivos, los argumentos para leer son muy variados: 1) Hay quien lee por «deber». Los bachilleres italianos estudian, analizan, diseccionan una de las obras maestras de la literatura italiana, I Promessi sposi (Los novios), pero tal vez no la han leído. A diferencia de los estudiantes extranjeros de uno de mis cursos de “Great books”, que se entusiasman con su lectura. 2) Otros leen para distraerse. Mi padre leía por placer, mi madre para distraerse al final de un duro día de trabajo cuidando de cinco pequeñas bestias, mis hermanos y yo. Esta legítima motivación lleva a algunos devorar los libros llamados brain cleaners, libros que cumplen con su función: limpiar el cerebro, distraernos… pero luego no te dejan casi nada 3) Otros leen por esnobismo o por curiosidad. Estas personas persiguen las tendencias, los best sellers. A estos habría que recordarles el consejo de Marco Aurelio: «No te dejes arrastrar por la sed de libros, si quieres morir en paz». 4) Otros, según los momentos y circunstancias, leen para estudiar. Laudable fin, pero no es el caso que me ocupa ahora.

Evidentemente no hay reglas para leer, pero sí criterios de lectura. El tiempo es un recurso escaso y la oferta de libros desmesurada. Suponiendo que un buen lector pueda leer de 15 a 20 libros por año, podría llenar su cerebro, su alma… con un estante de una modesta biblioteca pública. Sólo por esta razón, debemos ser selectivos y dejarnos aconsejar para no perder el tiempo, más aún cuando los libros tienen que ver con la fe o la moral: poner en riesgo la propia fe por lecturas mal asimiladas o perder la gracia por lecturas inapropiadas, sería una verdadera lástima.

Así que hay que leer «libros verdaderos». Guitton afirma que «un verdadero libro se escribe en virtud de una necesidad, como una verdadera lectura es la que se realiza motivados por la avidez y el deseo (y de la misma forma que se debe dejar de leer si no se siente el deseo, igualmente se debería evitar escribir un libro cuando no se está convencido de tener que transmitir algo que nadie más podría decir)» ( El trabajo intelectual).

Hay que leer novelas, libros de historia, libros de ciencia y filosofía -los «libros de la verdad pura”- y también la Biblia, porque, como afirma Guitton, «en nuestra civilización la Biblia es el libro por excelencia. Lo más admirable es que no se trata de un libro sino de una colección de todos los géneros de libros, a excepción de lo abstracto. Un pequeño volumen contiene todas las clases de la palabra, del código al canto de amor, pasando por los placenteros proverbios, los lamentos, los gritos, a las parábolas y las historias sangrientas e imposibles».

En resumen, hay que leer literatura, porque la literatura «es más densa, más elocuente que la vida cotidiana, pero no radicalmente diferente. La literatura expande nuestro universo nos invita a imaginar otras formas de concebirlo y organizarlo. Todos estamos hechos de lo que otros nos dan: en primer lugar nuestros padres y luego los que nos rodean; la literatura abre al infinito esta posibilidad de interacción con los demás y nos enriquece ilimitadamente. Nos ofrece sensaciones insustituibles, de tal manera que el mundo real se vuelve más rico de significado y más bello. Al margen de ser un simple placer, una distracción reservada a personas cultas, la literatura permite a toda persona responder mejor a su propia vocación humana” (Todorov).

Después de todo, como afirma Guitton, «el arte de leer bien, si he conseguido explicarme, consiste en el formarse una segunda Biblia para sí, y leer la primera con inteligencia, y la segunda, que es la nuestra, con fe.»

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