Pornografía: el problema es la anorexia relacional
Si le preguntara al lector de este artículo cuál es el porcentaje de adolescentes (entre 12 y 18 años) que consumen regularmente contenidos pornográficos, ¿en qué porcentaje pensaría?
Desde 2007 realizo investigaciones empíricas sobre estilos de vida de adolescentes y jóvenes: entrevisté ya a más de 25.000 de todos los continentes. Y continúo haciéndolo. Después de tantos años de trabajo empírico sobre el terreno, con la intención de hacer llegar a todo el mundo la voz de tantos jóvenes que me contaron su historia, decidí dedicar más tiempo a la enseñanza en universidades. Como entre los temas que enseño debo afrontar la cuestión de los efectos de los medios de comunicación, suelo hacer a mis alumnos y alumnas la pregunta que le acabo de formular. ¿Qué me responden estudiantes universitarios y profesionales de postgrado?
Me dicen que más del 80% de los adolescentes, en todo el mundo (se habla mucho de que Internet ha globalizado las costumbres), ven regularmente contenidos pornográficos.
Probablemente si sólo fuese un comentario ocasional de mis estudiantes no me hubiese preocupado de escribir un artículo. Pero ante el propagarse, incluso entre académicos, de una “alarma social” sobre la pornografía y otros argumentos (por ejemplo, el acoso escolar), no me resisto a ofrecer dos datos científicos y una reflexión.
En primer lugar: sólo en 2016 se publicó un estudio comparativo internacional sobre el consumo de pornografía (Peter & Valkenburg, 2016). Ese estudio muestra que la prevalencia del fenómeno (el porcentaje entre adolescentes que consumen) varía mucho entre países y que sólo el 59% de las investigaciones utilizaron muestras casuales. Nada informa si las mismas permitan tener una visión global y generalizar las conclusiones de los autores. De hecho hay estudios que sólo respondieron 87 sujetos. La mayor parte de la literatura científica es producida en países occidentales, como Estados Unidos, donde están radicadas un gran número de empresas que comercian con este tipo de contenidos negativos para el desarrollo de la juventud.
Tratando de responder a la pregunta inicial, ¿qué muestran las estadísticas? Sólo hay dos países con consumo superior del 80% entre adolescentes: Estados Unidos y Suecia. ¿Italia? Según un estudio del 2006, el porcentaje era del 36%.
Un estudio (Stanley et al., 2016) sobre cinco países de Europa confirma lo anterior: los adolescentes que consumen regularmente pornografía varía entre el 19% y el 30%, con un consumo mayor entre varones (por ejemplo en Italia, el 44% de los varones vs. el 5% de las mujeres).
El consumo de pornografía está aumentando y es un problema grave para el desarrollo positivo de la juventud (Eberstadt, Layden, & Witherspoon Institute, 2010). Pero ni es el principal problema socio – cultural, ni es un problema que afecta a la mayoría de los adolescentes.
Generar una “alarma social” en base a datos no comprobados no sólo aumentaría (a veces con el objetivo de vender “programas de prevención”) la ignorancia colectiva. Sino que también haría pensar que la mayor parte de la humanidad se equivoca regularmente al momento de conectarse a Internet.
Una de las consecuencias podría ser que se le dé carta de normalidad a una excepción. En una sociedad que tiene reducida tolerancia al error, esto llevaría a que las personas piensen que ese tipo de consumo no es tan grave, ya que lo hace la mayoría. A mal de muchos …
Otra de las consecuencias sería que muchos dejarían de esforzarse porque cada vez sea menor el consumo de contenidos nocivos a través de los medios. Hacer pensar que “todos lo hacen” genera una espiral de silencio: se teme ir contracorriente, o se piensa que es inútil. En síntesis: crear alarmas sociales puede aumentar el negocio de la industria pornográfica.
Mi reflexión: tanto insistir sobre datos alarmantes de consumo nos puede hacer pensar que la mayoría de la juventud está viciada, y puede disminuir nuestras energías para afrontar los problemas más importantes. En una frase: el árbol nos puede ocultar el bosque. Podemos estar invirtiendo nuestras escasas energías en programas (muchos de ellos de pago y generalmente no evaluados) que solo minimizan los efectos de problemas serios, que por más profundos son menos visibles y más difícil de resolver.
En 2016 publiqué junto a colegas de Colombia y España un estudio sobre el tema (Rivera, Santos, & García, 2016). En el artículo mostramos que el fenómeno se ha incrementado (alcanza el 39% de los adolescentes colombianos), y que una consecuencia del mismo es la proliferación de consumos de riesgo. Sin embargo, luego de presentar un estudio de los factores que la literatura científica señala como asociados a este comportamiento de riesgo, destacamos, basados en evidencia empírica de una muestra representativa a nivel nacional de más de 9.000 adolescentes: “… que los estilos de vida relacionales permiten explicar parcialmente el consumo de pornografía: los estilos intrafamiliares positivos están asociados con una reducción en el consumo y lo contrario sucede con los estilos intrafamiliares negativos. Por otro lado, se ha encontrado que la relación entre los valores y el consumo de pornografía está mediada tanto por los estilos relacionales intrafamiliares positivos como por los negativos”.
El consumo de pornografía y otros comportamientos de riesgo son una consecuencia (no exclusiva pero sí significativa) de carencias o anorexia relacional: las interacciones humanas en la familia y en los grupos primarios de los adolescentes no logran crear y transmitir bienes relacionales que les ofrezcan orientaciones claras para sus decisiones. Los adolescentes del siglo XXI se encuentran solos y solas para la toma de decisiones de consumo, también de contenidos en los medios.
Usando una metáfora, es como si en lugar de alimentar a los niños con una dieta alimentaria saludable, los padres lo hicieran a base de grasas y azúcares. El problema de la obesidad se resolvería, parcialmente, reemplazando esos alimentos y alertando a la población de sus decisiones irresponsables. Pero lo mejor sería motivar y ayudar (concretamente) a las familias a encontrar momentos para compartir comidas bien preparadas, con arte y ternura, que satisfagan no sólo la necesidad de alimentos sino también el espíritu. Quien conoce por experiencia cómo sabe un buen asado argentino, no se entusiasma ante una hamburguesa y un paquete de papas fritas. Quien sabe lo que es verdaderamente una buena mujer y un buen hombre, porque lo ha visto y sentido en sus padres y maestros, no se entusiasma ante la brutalidad de la violencia pornográfica.