El mundo entero está luchando contra la pandemia del coronavirus y en algunos países la emergencia sigue vigente. En los lugares donde las escuelas están cerradas, muchos estudiantes sufren la “pobreza educativa”, sin los medios para acceder a la educación a distancia. En el hemisferio norte, el final del verano y el regreso de las vacaciones de este año estuvieron marcados por un estado de incertidumbre: ¿reabrir, no reabrir?
Las chats de grupo de los padres se volvieron frenéticas y, si tienes más de dos hijos, ¡es muy difícil mantenerse al día! De repente todos son epidemiólogos, virólogos, estadistas; cada uno expone su idea y hay diferentes opiniones: desde los catastrofistas, para quienes la escuela no reabrirá hasta el 2023, hasta los moderados, que afirman con calma que reabrirá seguro pero que después de unas semanas cerrará ad libitum, hasta los inevitables optimistas, para quienes el virus ya no está (¡si es que alguna vez lo hubo!) por lo que no hay razón para no abrir.

Pero en el batiburrillo de dimes y diretes en el que estamos inmersos, sin haber encontrado descanso en la calura de agosto, para mí, mujer y madre, ha sido bueno mantener el rumbo centrándome en los afectados directamente: ¡los escolares!

Hemos permanecido sin escuela durante muchos meses, sin un lugar de referencia – al menos lo debería ser para los niños y adolescentes-. Inicialmente, para ellos fue un suspensión  de clases acogida inicialmente con entusiasmo, pero a la larga los dejó perdidos. Sí, porque no somos islas y la relación es la base de la formación de nuestro ser hombres y mujeres, desde que nacemos.

Por eso la escuela, antes de ser un lugar de transmisión de conocimientos, debe ser un lugar de formación de la persona; si se la ve sólo como un ámbito didáctico es fácil caer en la lógica de la eficiencia -cosa que en nuestra país es más un sueño que una posibilidad real-, y entonces sólo se piensa en desinfectar, reorganizar las clases, comprar pupitres para un solo estudiante, con o sin ruedas, y mil otras cuestiones organizativas.

Si se tratase sólo de eso, de transmisión de conocimientos, se podría suplir la escuela con la manida enseñanza a distancia: los alumnos en casa y los profesores en el hogar, pero ¿dónde estaría la persona?, ¿dónde estaría la transmisión de ese “conocimiento”, no sólo técnico sino sobre todo humano que deriva de la experiencia del adulto que en ese momento tiene en sus manos la vida de nuestros hijos?, ¿dónde estaría esa maravillosa tarea del maestro de educar, de sacar lo mejor y lo más bello de cada uno, y de enseñar, es decir, de imprimir, de dejar una huella no sólo en la mente sino también en el alma?

Hemos pasado – estamos pasando- por una crisis, pero una crisis implica una renovación cuando todo termina. ¿Cómo podría renovarse la escuela? Podríamos pensar en ella, por ejemplo, como en un organismo vivo, hecho por personas: los alumnos, que son la generación del futuro, y los profesores, que tienen que cuidarlos; el conocimiento es como la sangre que circula en el organismo para dar impulso vital y energía para afrontar la tarea de la vida. Los jóvenes son una fuerza explosiva, adultos en potencia, quienes, como células pluripotentes que deben diferenciarse para tener cada una su propia especialización, cada una de ellas debe encontrar su propia identidad. Todos y cada uno de ellos son maravillosamente únicos, llenos de fuerza y vida, de entusiasmo; son como esponjas que absorben lo que se les enseña.

Por eso lo que importa, ante todo, es el ejemplo; la escuela no debe ser una explicación aburrida de conceptos, sino que debe enseñar la belleza, la belleza de la vida. Y esto no puede ser transmitido por los libros, sino por el testimonio que debe dar un maestro, para conquistar a los alumnos, motivándolos y despertando su interés. Del interés por la vida surge entonces espontáneamente la curiosidad por el conocimiento; si en cambio se parte del hecho de tener que saber, todo se vuelve insoportablemente aburrido y sobre todo sin rumbo y así surge la apatía que muchos encuentran en nuestros jóvenes.

Pero el testimonio del que hablamos está hecho de carne, por lo que no puede ser transmitido on-line, sino que pasa a través de la presencia viva del maestro, que esperamos sea el primero en ser amante de la vida, de la verdad de las cosas y del amor a las personas.

La tecnología ayuda, ¡y ayuda mucho! Gracias a ella nuestros niños pudieron avanzar y terminar los programas del año pasado. Sin embargo, abusar de la tecnología en una sociedad ya hipertecnológica sólo puede conducir a la soledad e impedir ese contacto directo (por supuesto siempre guardando la distancia en el tiempo de la Covid) del que surge el ejemplo y que impulsa la pasión por el conocimiento, algo que nunca saldrá de un ordenador.

Esas aulas vacías durante meses, esos pasillos desiertos finalmente vuelven a llenarse de voces de niños vivaces, que corren por ellas, y de pasos de niños y niñas que vibran con las emociones de la adolescencia, que son el futuro de nuestras sociedades. ¡Ocupémonos de ellos!

La reapertura de las escuelas era importante: significaba dar esperanza a los jóvenes, pero no en la línea de “todo va a ir bien” que suena un poco a película americana, porque si se ha experimentado el miedo a la Covid o la muerte de un familiar, esa frase no es suficiente; nuestros hijos tienen sed de esperanza, que no se sacia con frases optimistas, sino que se transmite con la voz, con las acciones. Y tienen hambre del sentido de la vida y de que alguien les dé el sabor de la vida cotidiana.

Este nuevo comienzo, incierto, tambaleante, con muchas escuelas todavía no preparadas para acoger a los alumnos, con clases mitad presenciales y mitad en casa con mala conexión a Internet, con profesores que ven su entusiasmo minado por miles de menudas dificultades burocráticas y  otras a las que se enfrentan, nos enseña que la vida no siempre transcurre sin problemas, pero que incluso en las situaciones más difíciles no hay que perder la esperanza y hay que seguir adelante con los medios que se tienen, haciendo lo mejor dentro de lo posible. “El que se detiene está perdido”, dice un viejo proverbio.
Volver a empezar significa crecer, involucrarse en las dificultades, tomar el momento difícil como una oportunidad para crecer y renovarse.

Como madre, estaba feliz de que mis hijas empezaran a ir a la escuela de nuevo, vi la alegría en sus ojos, que tal vez sólo duró dos días, ¡pero es sorprendente si comparamos con las caras tristes de los últimos años cuando pensaban en el comienzo de la escuela! Esto es suficiente para comprender la importancia indispensable de la escuela en la vida diaria de nuestros hijos.

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