Érase una vez un hombre y una mujer que se casaron y vivieron felices para siempre jamás. De este modo termina todo cuento de hadas que se respete, pero ¿es así en la vida real? Las estadísticas reflejan que, en el mundo occidental, las bodas, en especial las celebradas por la Iglesia, son cada vez menos, mientras crece el número de separaciones. Para una pareja, es cada vez más difícil vivir juntos enamorados y con equilibrio. Parece que el mayor mal no es ya la infidelidad, sino el llamado síndrome de compañeros de piso.

Y entonces el cuento de hadas cambia…: érase una vez un marido y una mujer que, poco después de su boda, y con dos hijos aún pequeños, se vieron obligados a reconocer que su matrimonio estaba hecho jirones; jirones tan pequeños que resultaba difícil recomponerlo. Se habían convertido en perfectos desconocidos, llevan una vida a dos sin compartir nada, excepto el espacio vital de la casa, la “copropiedad” de los niños y la cuenta bancaria mancomunada. Viven dos vidas paralelas, realizan actividades individuales sin implicar al cónyuge, no hablan ya de temas profundos y, sobre todo, no se preocupan el uno del otro; comen en silencio, no se cuentan las jornadas y nunca se preguntan cómo se sienten realmente. Los escasos diálogos, centrados en temas organizativos, terminan en discusiones, incluso sobre pequeñas cosas, que exacerban la diversidad de caracteres; ni siquiera son capaces de mirarse a los ojos y, si hablan, brota una avalancha de acusaciones mutuas, sin darse cuenta de que, a fuerza de reprocharse lo que va mal, acaban pensando que son incapaces de salir de esa situación conflictiva; como mucho, pueden pactar una tregua hasta el siguiente enfrentamiento.

¡Cuántas historias como esta! Historias de matrimonios heridos, agotados, agonizantes, que indican la incapacidad de los cónyuges para dar el salto desde el amor a la comunión que dura toda la vida. Pero ¿por qué se llega a destruir lo que había sido su elección personal de vida? ¿Y cómo tratar de prevenir o curar una relación tan herida?

Más vale prevenir que curar. El valor de la vida cotidiana

Si se acaba en el estilo de vida de compañero de piso, es fundamental reconocer los primeros síntomas y actuar de modo oportuno y decidido, sin perder la esperanza de dar nueva vida a la pareja, luchando contra cualquier tentación de desánimo y abandono. Sobre todo, no hay que dejarse atrapar por la mentalidad dominante de tomar el camino de la separación, sino luchar hasta el final, porque “mientras mayor es la lucha, más glorioso es el triunfo”.

Entre las principales causas que llevan a los matrimonios a esta situación, en primer lugar está la falta del cuidado diario de la pareja, que es como una planta que es preciso regar cada día, abonar regularmente, podar y poner un rodrigón si hace falta. En cambio, la gente se casa pensando que el matrimonio hace feliz automáticamente, sin necesidad de entrega y esfuerzo, sin poner el “nosotros” antes de cualquier otra cosa. De hecho, el matrimonio da lugar a una nueva realidad: no hay ya dos entidades (dos individuos) sino una nueva identidad (la pareja casada), tanto desde del punto de vista emocional, como espiritual, intelectual y -no menos importante- financiero (lo que se tiene para toda la familia). La pareja se convierte en una sola cosa, aun manteniendo cada uno su propia individualidad: la unidad en la diferencia.

Otra plaga es la falta de tiempo pasado juntos.
La vida frenética, llena de compromisos, lleva a descuidar al cónyuge. Uno piensa en el trabajo, en los niños, en el deporte, en cultivar las amistades y se da por descontada a la persona que está al lado en casa.
Cada vez la tratamos menos y, por eso, cada vez la conocemos menos. Deberíamos estar juntos al menos 30 minutos al día, hablando de uno mismo, de la relación, compartiendo situaciones y experiencias que revivan y mantengan la percepción de la alegría de estar juntos.

También es fundamental cuidar el diálogo; no existe la telepatía entre los cónyuges, es necesario hablar, para que el otro se sienta tenido en cuenta y querido, incluso con frases sencillas, sin olvidar las manifestaciones de amor, porque el “ya lo sabe” es un terreno fértil para que se insinúe la indiferencia.

El auténtico compromiso radica en las cosas pequeñas de cada día. Descuidando los momentos cotidianos, dando por sentado o sobrentendido lo que uno y otro sienten, se llega a la falta de diálogo, a la incomunicación, a los malentendidos y una piedrecita en la relación se convierte pronto en una montaña infranqueable.

El importante papel de la comunidad

Hasta ahora hemos visto lo que sería bueno que hicieran y evitaran los esposos; sin embargo, parece oportuno no olvidar que una pareja es siempre parte de una comunidad, que no puede lavarse las manos relegando el problema de las crisis matrimoniales al interior de la pareja, sino que debe ser consciente de sus responsabilidades. Por esto es importante que alguien enseñe a los esposos la “gramática” del amor humano; es necesario acompañar a los cónyuges no sólo antes de la boda, sino a partir del día siguiente y en los años venideros, apoyándolos cuando los sentimientos y emociones iniciales flaquean, enseñando que estos no son suficientes para construir una casa sobre roca.

Y en cambio, lo digo por experiencia personal, se les deja solos, aunque muy a menudo son ellos quienes piensan que no necesitan ayuda, convencidos de que pueden salir adelante por su cuenta, sin pedir consejo en cuanto surgen las primeras dificultades; quizá por pudor, quizá por miedo a no ser comprendidos; sobre todo, porque la sociedad individualista y frenética en la que vivimos no facilita el diálogo cuando es necesario. Y el individualismo se cuela también en la conyugalidad, que, por definición, implica vida de dos juntos.

Los cónyuges deben aprender a afrontar en común las dificultades de la vida;
al cabo, ser cónyuges significa estar atados al mismo yugo: caminar juntos, unidos por un yugo que no es un vínculo represivo, sino un vínculo que da sentido a la vida.

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