¿Cómo vivir serenamente cuando nuestro hijo crece y se hace
adolescente? Y todo ello sin dejar nunca –y ésta es la parte más
difícil- de ser lo que somos, siempre fieles a nosotros mismos:
esposos, padres, hijos. Esta es la esencia de un estupendo artículo que
he leído recientemente en la revista francesa Parenthèse magazine (n. 32,
Avril-Mai 2013).

La primera reacción que se tiene ante un hijo que crece es pensar: “así
es la vida”; sí, la vida de todos nosotros, seres humanos, que en un
cierto momento descubrimos que lo que hasta hace poco tiempo era un
“cachorro de hombre”, ahora, de repente (ciertamente hay algo de
extraordinario en todo ello), se hace “grande” (las comillas aquí son
necesarias… Se entenderá más adelante…). Y ante este ser humano, hombre
o mujer, que siempre se nos parece más, surge una pregunta ineludible: ¿por qué he nacido?

Lo sé. Esta pregunta se la han hecho miles de millones de personas que
han vivido sobre la faz de la tierra. Pero esta vez es distinto. Es
como entrar en un territorio, cercano y al mismo tiempo lejano,
misterioso y al mismo tiempo ya conocido, que se llama Vida.

Y todo este viaje apenas inicia cuando nuestro hijo o nuestra hija pasa
el umbral de nuestra puerta, con una alegría insólita, que no veías
desde los tiempos ya remotos en que lo mecías entre tus brazos y le
hacías carantoñas, te abraza (y aquí ya piensas que te querrá pedir
algo, quizá un aumento de la paga) y te dice: “mamá, papá, te presento
a un amigo”. Y a sus espaldas aparece alguien que nunca te habrías
imaginado ver en tu casa.

Desorientación. Éste es el único sentimiento que surge al saludar al
amigo o a la amiga más importante de tu hija o de tu hijo.

Es un amigo que está a años luz de vosotros, de vuestra escala de
valores. Llegáis a la conclusión de que vuestro hijo se siente
cautivado por un compañero de clase insolente, que ejerce sobre él una
verdadera fascinación. Al día siguiente lo miráis bien y os decís: ya
no le reconozco… ¿Por qué? Porque no me tiene en consideración. Es más,
se viste como él o como ella. Tratáis de hacerle razonar, pero él,
ella, dan media vuelta y se marchan molestos de vuestro mundo.
Mientras tanto, os estáis imaginando una película que os da pavor:
después de una semana de salir con este nuevo compañero, él, ella,
vuestro hijo, vuestra hija… ¡Ya ha fumado marihuana! Un mes después…
¡Suspende el examen de acceso a la universidad! Y un año más tarde…
Habéis llegado casi a los anti-depresivos…

Pero ¿porqué vuestro hijo va con estas malas compañías? Le habíais
dado, a él solo, todo lo mejor: la mejor escuela de la ciudad, los
mejores clubs deportivos, habíais programado sus salidas y sus tardes.
Entonces, ¿dónde os habéis equivocado? ¿Todo vuestro “programa”
educativo ha sido destruido por un adolescente amigo de vuestro hijo?

La revista francesa nos aclara que todo esto es normal. Es decir, que
para ser padres y madres no sirven los manuales: “No hay nada nuevo
bajo el sol”, dice sabiamente el Eclesiastés. Y para explicarlo
entrevista importantes psicólogos que nos responden: “un cambio brutal
en el comportamiento puede corresponder simplemente a una evolución
natural que a menudo se manifiesta al inicio de la adolescencia”. El
adolescente “oscila entre la insolencia y la afabilidad, entre el
mutismo y la confianza, oponiéndose a las reglas e infringiéndolas”.

Los psicólogos se apresuran a asegurarnos que son comportamientos
típicos de una adolescencia ordinaria y que los amigos en cuestión no
tienen un papel tan fundamental en todo ello: las malas compañías
cubren las espaldas de los padres (subraya Sophie Marinopoulos, autora
del libro Le corps bavard) y éstos prefieren tranquilizarse
mutuamente pensando que su hijo obra influenciado exclusivamente por el
amigo. Con ello, continúa Marinopoulos, tratan de liberarse,
desligándose del problema. A veces es más prudente buscar lo que
realmente fascina al propio hijo en ese amigo que sigue a todas partes,
y aceptar que ellos ya no son el único punto de referencia del propio
hijo adolescente.

Según un sondeo presente en la revista, 7 de cada 10 padres (76% de los
entrevistados, de los cuales 81% de madres frente a 71% de padres)
confiesan tener miedo de que el propio hijo pueda frecuentar malas
compañías. Los padres deberían preguntarse por la causa de esa
antipatía hacia los amigos de su hijo o de su hija, y quizá afloraría
la existencia de un peligro de rivalidad que los pone en segundo plano.

Por ello es mucho mejor restablecer una nueva relación con
nuestros hijos cuando éstos entran en la adolescencia. Por ejemplo,
aprendiendo a compartir más en familia. Si es cierto que “en la
adolescencia el niño se emancipa de sus padres para convertirse en un
adulto y construir su propia personalidad”, los nuevos lazos sociales
que comienza a crear contribuyen al perfeccionamiento de su ser y
promueven su autonomía. Y en este crecimiento humano es indispensable
la amistad, “el menos natural de los amores, el menos instintivo,
orgánico, biológico, gregario y necesario”, escribía C.S.
Lewis, en el ensayo Los cuatro amores: “En este tipo de amor
–como decía Emerson- el «¿me amas?» significa «¿ves tú la misma verdad
que veo yo?». O por lo menos, «¿te interesa?». La persona que está de
acuerdo con nosotros en que un determinado problema, casi ignorado por
otros, es de gran importancia puede ser amigo nuestro; no es necesario
que esté de acuerdo con nosotros en la solución”.

La vocación de padre quizá necesita ser redescubierta en esta época del
superfluo o, como la llama Bauman, en esta sociedad fluida. Es
la vocación de cuidar, de acompañar con valentía y decisión, y con
mucho amor, de ser o volver a ser modelos amables de vida buena. Decía
hace algunas semanas el Papa Francisco: “Esto me hace pensar en algo
que san Ignacio de Loyola decía a los jesuitas, cuando hablaba de las
cualidades que tiene que tener un superior. Decía: tiene que tener
esto, esto, esto, esto, una lista larga de cualidades. Pero al final
decía: y si no tiene estas virtudes, que al menos tenga mucha bondad”.
Es lo esencial.

Me gustaría concluir con una nota de humorismo tomada de Lo que está mal en el mundo, de Gilbert Keith Chesterton: “A
menudo me preguntan solemnemente lo que pienso de las nuevas ideas
sobre la educación de la mujer. Pero no hay nuevas ideas sobre la
educación de la mujer. No hay ni ha habido nunca ni rastro de una idea
nueva. Todo lo que los reformadores de la educación hicieron fue
preguntar lo que estaban haciendo los chicos y luego ir a hacer lo
mismo con las chicas; como cuando preguntaron lo que se les estaba
enseñando a los jóvenes caballeros y luego se lo enseñaron a los
jóvenes deshollinadores. Lo que llaman nuevas ideas son ideas muy
antiguas donde no deben estar. Los chicos juegan al fútbol, ¿por qué no
iban a jugar al fútbol las chicas? Los chicos tienen uniformes en sus
escuelas, ¿por qué no iban a tener uniformes las chicas? Centenares de
chicos van a las escuelas de día (day school), ¿por qué no
iban a ir centenares de chicas a las escuelas de día? Los chicos van a
Oxford, ¿por qué no iban a ir a Oxford las chicas? En resumen, si los
chicos se dejan bigote ¿por qué no iban a tenerlo las chicas? Ésta es
su noción de idea nueva”.

Previous

Adolescentes e Internet. Enseñar el buen uso del tiempo y aprender a seleccionar contenidos de calidad

Next

Comunicar la familia: desafíos y oportunidades para las asociaciones

Check Also