Una vez, cuando mi hijo tenía nueve meses, vino a verme una amiga, que es profesora.

Todavía no tiene hijos, pero adora a los niños y más de una vez le he pedido consejos, visto que ha estudiado, a conciencia, pedagogía y disciplinas vinculadas a la educación.

Ese día, le estaba contando una de las dificultades más sentidas por mí, amante del diálogo y la claridad: la falta de comunicación que a menudo sentía que había con mi hijo, porque todavía era demasiado pequeño para hablar y entender lo que le decía.

“El problema es que todavía no puede comunicarse”, le dije. “No es verdad que no comunica – dijo ella – los niños tan pequeños no hablan, pero por supuesto que comunican”.

Esa respuesta me hizo sentirme avergonzada: precisamente yo, licenciada en comunicación, había reducido la capacidad comunicativa de una persona a las
palabras, había asociado el éxito de un diálogo solo a la comunicación verbal.

“Tienes razón – me corregí – el problema es que él no habla y por esta razón a menudo no nos entendemos. Pero es absolutamente cierto que se comunica”.

Después de ese episodio, reflexioné de manera especial sobre el modo de expresarse de los recién nacidos, y puedo asegurar que aprendí verdaderas “reglas” sobre la comunicación no verbal, de las enseñanzas que ellos, los niños, con mayor razón porque no hablan, pueden ofrecernos a los mayores, que a menudo nos concentramos demasiado en lo que se dice, descuidando aspectos aparentemente secundarios pero muy importantes para lograr una comunicación fructífera y efectiva en la familia, y no solo.

He aquí, pues, cinco reglas sobre la comunicación no verbal que, pienso, nosotros los grandes debemos aprender de los recién nacidos.

1. El hecho de que estés, cuenta más de lo que dices y de lo que haces

Los infantes aún no han alcanzado un grado de racionalidad tal para poder entender palabras y conceptos, ni puedan comprender el porqué de muchos de nuestros gestos o movimientos.

Nos escuchan, por supuesto, y nos observan porque lo necesitan para hacer sus pequeños o grandes progresos diarios, pero hay muchas cosas que se “escapan” en los primeros años de vida.

Sin embargo, hay algo que los niños comprenden desde el primer día de vida, es decir, si quienes están al lado cuidan de ellos o no, si son considerados importantes o son descuidados.

Son capaces de entender si su llanto interesa o deja indiferente. En resumen, son capaces de sentir nuestra presencia y nuestra ausencia.

¿Cuántas veces, también en las relaciones con otros adultos, nos preocupamos de dar consejos (que a menudo son más bien sentencias), nos preocupamos de “hacer algo”, pero sin ser capaces de estar realmente junto a las personas que necesitan de nosotros, sin mostrar empatía?

El recién nacido te dice muy claramente que lo que más importa, por encima de todo, si quieres ayudar a alguien o simplemente mostrarle afecto, es tu presencia, tu cercanía. Lo que digas o hagas es importante, sí, pero secundario respecto al regalo de tu tiempo.

2. No amar solo con palabras, demostrarlo

Puedes decirle a un bebé de seis meses “Te quiero” incluso ochenta veces en un solo día, él no lo entenderá.

Sin embargo, comprenderá muy bien que lo amas si lo ayudas a conciliar el sueño, si te levantas por la noche cuando se despierta con sed o con dolores, si lo balanceas cuando está nervioso, si lo alimentas porque no sabe hacerlo solo.

Parece obvio, pero no lo es: el amor se muestra ante todo con obras.

Lo que acabo de decir, ¿no se aplica también a las relaciones entre adultos, entre cónyuges, hermanos y hermanas, amigos o colegas? ¿No hablan mucho más nuestros cuidados y atenciones que no nuestra boca?

El recién nacido nos lo dice muy claramente: no es suficiente decir “te amo” o “te quiero”, para que el otro realmente se sienta acogido, amado.
Los sacrificios que estamos dispuestos a hacer, la paciencia que demostramos en la relación, la capacidad de pasar por encima de nuestro cansancio para cuidar al otro, son mucho, mucho más elocuentes que las palabras.

3. No responder con la misma moneda: si el otro grita, tú baja el tono

Los niños muy pequeños cuando tienen que mostrar contrariedad, lloran y gritan. Pueden gritar sin control, solo para dar a entender que están tristes, decepcionados, frustrados, para pedir en ese momento implícitamente ayuda.

El padre o la madre, entonces, especialmente delante de un capricho, puede tener la tentación de gritar a su vez, tal vez incluso más fuerte. Y es así como se termina en un torbellino de nerviosismo: empieza una discusión con un grito, discusión que no puede ser desactivada por el niño y que, por el contrario, agudizará aún más su estado de malestar.

Será mucho más fructífera la actitud de los padres que, sin otorgarle lo que no le puede dar a su hijo, consigue no levantar la voz.

Es normal perder los estribos de vez en cuando, pero debemos recordar que nuestros tonos tranquilos también pueden apaciguar al niño: los gritos generan otros gritos, la calma sin embargo tiene el extraordinario poder de tranquilizar la atmósfera.

¿Esto no vale también para las relaciones entre adultos? ¿Cuántas veces, aquellos que no saben dialogar, gritan para ser escuchados? ¿Cuántos diálogos pierden todo su potencial debido a los tonos?

Entonces los niños nos enseñan esto: si quien tienes delante grita, muéstrale otro modo de reaccionar, no bajes a su nivel, no lo arregles con la misma moneda.

4. El nerviosismo es contagioso, la sonrisa también

La agresividad genera más agresividad, los gritos solo conducen a gritos más fuertes. Por el contrario, la calma genera calma y la sonrisa, otras sonrisas.

Recuerdo que cuando llevé a mi hijo a la guardería por primera vez, la maestra me preguntó qué temperamento tenía el niño. Respondí que era un niño vivaz, muy sociable y sonriente. Sí, le dije, “sonríe a todos”.

Creía que era parte de su carácter – y quizá es así – pero lo que me sorprendió es que ella comentó: “Entonces significa que a su alrededor hay mucha gente que sonríe”.

No somos una familia idílica, no siempre se respira una aire puro entre nuestras paredes, pero, pensando en ello, tenía razón: muy a menudo, aunque no siempre estábamos de buen humor, “escalábamos” nuestro estado de ánimo y le sonreíamos. Y esto no solo nos sucedía a nosotros sus padres, sino también a los abuelos, tíos y amigos. Cada uno, frente a nuestro hijo, dejaba a un lado sus propios problemas y sonreía al bebé, quizás también porque era capaz con su despreocupación de hacer olvidar por unas pocas horas la amargura y las complicaciones. Esta actitud positiva, según la educadora, también llevaba al niño a ser positivo y seguro hacia el mundo exterior.

He aquí, entonces, otra lección de vida: recordemos sonreír, porque como el nerviosismo es contagioso, también la sonrisa lo es… Realmente podemos mejorar el ambiente donde nos encontremos si tratamos de sonreír, a pesar de los problemas que nos afligen.

5. No renunciar nunca a la música

Se sabe, la música actúa como una varita mágica para los padres, cuando se trata de calmar las lágrimas y los malos humores. ¿Con qué frecuencia los niños muy pequeños se despiertan desesperados en medio de la noche y luego vuelven a dormir felices gracias a la canción de su madre? ¿Cuántas veces están aburridos, tristes, nerviosos y luego se calman escuchando una canción?

La música tiene el poder de calmar el estrés, de calmarnos. La mirada encantada y relajada de los niños cuando escuchan una melodía debería invitarnos a reanudar – si es que lo hemos perdido – el hábito de entretenernos con buena música.

¿Y vosotros? ¿Habéis aprendido otras reglas de comunicación de los recién nacidos? Si queréis, ¡escribidlos en los comentarios! Sin duda la lista que hemos propuesto puede ser enriquecida.

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