En los dos últimos dos años se está hablando mucho sobre las fake news y
sobre cómo influyen en la opinión pública en los ámbitos más dispares,
desde la medicina, hasta la política, y la meteorología. Los numerosos
estudios conducidos sobre el argumento han evidenciado cómo la mala
información hay que considerarla en relación a las dinámicas de interacción
de los usuarios sobre los nuevos medios, en particular en las redes
sociales.

Desde la “imprevista” victoria de Donald Trump en las última presidenciales
estadounidenses y el inesperado resultado del referéndum sobre la
permanencia de Gran Bretaña en la EU, ya popularizado como Brexit, parece
que, no se habla de otra cosa, y no solo entre los iniciados del
periodismo, la política y la academia.

Lo cierto es que ahora nos informamos sobre todo a través del filtro de las
redes sociales. Quien más, quien menos, casi todos clicamos, tuiteamos,
compartimos artículos, publicaciones e imágenes en la red. Y contribuimos a
la ceremonia de la confusión, algunos deliberadamente, la inmensa mayoría
involuntariamente.

Y así, los diccionarios internacionales han elegido como palabra del año
2016 la posverdad y fakenews en 2017. La definición de
posverdad propuesta por el Oxford Dictionary subraya que el adjetivo post-truth “se refiere a las circunstancias en las que los hechos
objetivos son menos influyentes en formar la opinión pública que las
apelaciones a las emociones o a las creencias personales”. Las fake news, a su vez, son consideradas como la manifestación
principal de la posverdad. Según el Cambridge Dictionary la expresión
indica “narraciones falsas que aparecen como noticias, difundidas por
Internet o a través de otros medios, elaboradas normalmente para
influenciar las opiniones políticas o como broma”.

Estas definiciones centran la atención esencialmente sobre el mensaje, que
resulta el fulcro de una comunicación en la cual el rol del emitente es
preminente y bien determinado, aunque no por ello esté exento de
tentaciones manipuladoras o no esté de hecho sometido a intereses espúreos
a la información. El destinatario de la comunicación aparece en un segundo
plano, casi como un instrumento inerte y neutro en la difusión de fake news
y postverdades. Ahora bien, la pregunta es:¿Qué rol tiene o podría tener el
público en este escenario en el cual no hay límites, ni barreras de
corrección que tengan, y donde lo éticamente sostenible no goza de
cyberciudadanía reconocida? Una respuesta, una cuidadosa y aguda reflexión,
la ofrece un artículo publicado en la edición de invierno de la revista
Nuestro Tiempo, revista cultural der la Universidad de Navarra (España).
Su autor, Miquel Urmeneta, periodista y profesor de comunicación en la
Universidad Internacional de Cataluña, aborda el tema centrándose
precisamente en el último elemento de la comunicación, en el receptor,
invitando a reflexionar sobre el papel que tiene no solo como “consumidor” del
mensaje, sino también como un protagonista en la cadena que de alguna
manera regula la misma circulación de noticias.


Periodismo objetivista y algoritmos, una lucha por el poder para
influir en el público

En su artículo, Urmeneta explica cómo las campañas de comunicación de
Donald Trump y la de los promotores del Brexit usaron declaraciones dudosas
e incluso mentiras abiertas. Ciertamente, el fenómeno de las noticias
falsas no es nuevo en la historia de la humanidad, ni en la historia de la
comunicación. Pero, a diferencia del pasado, el problema es que la verdad
no existe ni siquiera como horizonte de legitimación y de verificación de
lo que se afirma. Y así en 2017 la revista mensual Time publica
una portada con un titular provocativo: ‘¿La verdad está muerta?’. Ya
antes, en 2016, la directora de The Guardian, Katharine Viner,
había escrito un artículo titulado “El final de la verdad” ( How technology disrupted the truth). Viner explica cómo “los
editores que se ocupan de la información han perdido el control de la
distribución de su trabajo periodístico, que para muchos lectores ahora
llega filtrado por algoritmos y plataformas que son opacos e
impredecibles”. En resumen, no hay intermediación entre quienes producen y
quienes consumen las noticias, siendo ésta sustancialmente dependiente del
algoritmo. Y, en el caso de las fake news, el algoritmo va mucho
más rápido que las noticias verdaderas. Lo demuestra un estudio llevado a
cabo por el MIT (Media Lab Massachusetts Institute of Technology) y
publicado por la revista Science en marzo de 2018.

El estudio tuvo en cuenta 126 mil noticias difundidas en la plataforma de
Twitter desde 2006 hasta finales de 2016, antes de la elección de Donald
Trump. Los bulos más rápidos tienen que ver con la política, y ganan a los
del terrorismo, los desastres naturales, las finanzas y la ciencia. El
motivo estaría en el hecho de que las fake news transmiten
mensajes nuevos con un fuerte impacto emocional en los destinatarios que se convierten en

los principales “responsables de la difusión de las noticias falsas o de
informaciones desorientadoras”.

Sucede que la inmediatez del compartir supera la reflexión, anulando los
tiempos, pero detrás del clic y su impacto en el algoritmo, siempre hay una
persona. Además, otro elemento significativo del estudio es que la
relevancia del fenómeno de las fake news es inversamente proporcional al
nivel de conciencia de él por parte de los usuarios / público /
destinatarios.

Por lo tanto, estamos en un escenario en el que tecnología y verdad luchan
entre sí en cada “compartir”, en cada “me gusta”, en cada “retuit”. En
realidad, se trata de una guerra que viene de lejos, digamos desde la
primera mitad del siglo XX, cuando Benjamin publicó su famoso ensayo La obra de arte en la era de su reproducibilidad técnica. Nada
nuevo, entonces, aparte de la globalización del problema.

La verdad puede ser falsificada por la técnica, y esto vale tanto para el
arte como para la comunicación, pero ya no es cuestión solo de artistas y
de expertos sino de cada uno de nosotros, en la cotidianidad, en la
normalidad de nuestra comunicación social-multi-media. Pero hablar de
posverdad no debe llevarnos a concluir que la técnica ha vencido la guerra,
o que la verdad es ineluctablemente algorítmica, como si el tecno-flujo
fuese un fenómeno modificador de la realidad imposible de gobernar. No es
así, pues el actor principal en este proceso, como recuerda Urmeneta, puede y debe ser el público. De hecho, su trabajo tiene como
objetivo analizar y reflexionar sobre el papel del público en la formación
de los flujos de opinión. El público es el elemento crucial de la
comunicación, especialmente hoy. “Los políticos buscan nuestros votos –
recalca Urmeneta – los medios nuestra atención, las redes sociales se
nutren de nuestras interacciones”, y todo esto “sucede en la web”, en
plataformas que no son transparentes, y cuyos intereses en juego se miden
en la gran cantidad de ceros necesarios para monetizar los clicks.
Precisamente en esa situación, “los ciudadanos pueden – explica Urmenta –
invertir la intrusión de la lógica económica y del consumo que, como ha
descrito Habermas, ha invadido la esfera privada a través de la expansión
de los medios de comunicación”; los ciudadanos pueden intervenir
‘liberando’ la verdad que parece haberse convertido ahora en rehén del SEO,
y contribuir a construir una narración verdadera de la realidad.

Volver al concepto realista de la verdad

El debate sobre noticias falsas y posverdad es, después de todo, un
problema interno del positivismo de matriz iluminista que había
caracterizado al periodismo desde su nacimiento hasta la actualidad. Galdón
López ya lo había demostrado antes de la llegada de Internet ( Desinformación. Método, aspectos y soluciones. Eunsa, Pamplona
1994) y el diagnóstico sigue siendo válido, ya que la tecnología
simplemente ha multiplicado casi hasta el infinito a los detentores del
poder para informar… o desinformar.

“Podemos ejercer nuestra influencia en los medios”, dice Urmeneta en el
ensayo, pero para hacerlo necesitamos salir de lo que él llama una “actitud
bipolar ‘escéptica e ingenua’, tratando de ser críticos y honestos ante
todo con nosotros mismos”. “Alcanzar la verdad requiere un esfuerzo
colectivo”, que se traduce principalmente en la voluntad de cooperar “para
llegar a la empatía”, aprendiendo, esforzándose, entendiéndose, poniéndose
en los zapatos de los demás. “La verdad es una lucha – explica – pero lo es
sobre todo contra nuestros prejuicios”.

El obejtivo es garantizar que nuestra visión del mundo evolucione, pero al
mismo tiempo, que haya un cambio más práctico, relacionado con los estilos
de vida: “aprender a dialogar a través de una escucha inteligente y
comprometida”, empeñarse en construir un consenso que también sepa integrar
una visión diferente. Esto significa, según Urmeneta, no abdicar, cada uno,
de su propia responsabilidad como ciudadano y persona. Y también significa,
, “reclamar un estándar democrático más alto con respecto a las redes
sociales, tanto con referencia al uso de los partidos políticos, como con
referencia a los mismos medios”. “La lucha por la verdad siempre tiene una
dimensión individual y colectiva” y puede llevarse a cabo a través del
ejercicio del pensamiento crítico y el comportamiento ético. El verdadero
diálogo social pasa ante todo por lahonestidad de la persona, y según
Urmeneta, “tiene mucho que ver con la conquista de la propia libertad”.
Esta asunción de responsabilidad por parte de las personas implica y lleva
a poner el bien común en el centro de la red de comunicación social. Solo
de esta manera construir “una sociedad en la que la verdad puede ser un
escudo contra la arbitrariedad y la injusticia, en la que el respeto por
las personas sea un reflejo de su verdadera dignidad”.

En definitiva, el debate sobre las fake news y la posverdad, si
quiere ser serio y fructífero, y no un simple arma instrumental para
deslegitimar al adversario con argumentos ad hominem, debe volver
a poner en el centro la verdad, su posibilidad de conocerla y de contarla,
ya sea la filosófica o religiosa, ya sea la verdad menuda y humilde del
periodismo. Otro asunto diverso es la propaganda y la manipulación, que no
tienen nada que ver con el periodismo.

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