La eutanasia se está convirtiendo en una opción legal cada vez más extendida en el mundo occidental. Hasta ahora, el gobierno holandés precedente, dirigido por el liberal Mark Rutte hasta su dimisión, ha ampliado el acceso a la eutanasia a pacientes terminales de entre 1 y 12 años, con el consentimiento de los padres. En Nueva Zelanda, en cambio, el 65% de los votantes se pronunció a favor de la eutanasia, en octubre de 2020. En Suiza esta práctica existe ya desde hace tiempo y puede llegar a costar hasta 10.000 euros.

La legislación de los distintos países del mundo nos muestra un abanico cultural diferente y la reflexión se complica aún más cuando hablamos de los menores de edad. El ministro de Sanidad holandés, Hugo de Jonge, miembro del partido supuestamente de inspiración cristiana «Llamada Demócrata Cristiana», anunció el pasado otoño que se había llegado a un acuerdo para ampliar la ley de la eutanasia a los niños de hasta 12 años de edad. En la base de esta elección encontramos un estudio sobre el sufrimiento de los niños, según el cual «es necesario interrumpir intencionadamente la vida», decidido de común acuerdo «entre médicos y padres», para ayudar a «un pequeño grupo de niños con enfermedades terminales que sufren desesperadamente y de forma insoportable». La estimación del ministro es de entre 5 y 10 casos al año: el conocido método de «casos excepcionales y limitados«.

En Holanda la ley de la eutanasia está en vigor desde 2002, mientras que en Nueva Zelanda lo está desde el referéndum del 17 de octubre de 2020, en el que los ciudadanos volvieron a elegir a la primera ministra laborista Jacinda Ardern. La ley ya había sido aprobada en el Parlamento el año anterior, pero el gobierno esperó a que el pueblo votara antes de hacerla efectiva. Según la nueva ley, un adulto en su sano juicio que padezca una enfermedad incurable que pueda causarle la muerte en un plazo de seis meses, y cuyo sufrimiento sea «insoportable», puede solicitar la suministración de un fármaco letal. La solicitud debe estar firmada por el médico del paciente y por otro independiente, con el consentimiento del psiquiatra en el caso de que hubiera alguna duda sobre la capacidad del paciente para tomar la decisión. El ministro de Justicia, Andrew Little, ha anunciado que la ley entrará en vigor en noviembre de 2021.

Hace poco más de un año, también España aprobó la introducción del proyecto de ley de eutanasia del PSOE, con 210 votos a favor, 140 en contra y 2 abstenciones.

En una entrevista televisiva realizada al mayor experto español en cuidados paliativos, el anestesista Marcos Gómez Sancho, entre otras cosas ex presidente de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos (Secpal), aseguraba que de entre los 25.000 pacientes atendidos en su larga vida profesional, sólo 3 ó 4 habían solicitado expresamente la eutanasia tras haber iniciado el ciclo de cuidados paliativos.

Es experiencia de este doctor que, “cuando los pacientes llegan, acosados por los dolores del cáncer de páncreas o de otro tipo, normalmente piden que se les deje morir. Después de la primera inyección de morfina, esta petición desaparece. Si se inician los cuidados paliativos, la petición no vuelve a ocurrir, salvo en casos muy raros: tres o cuatro de las 25.000 personas que he tratado en 28 años. El problema en España es que hay muy pocos cuidados paliativos: 120.000 pacientes al año los necesitan, pero sólo la mitad los reciben. No se invierte en cuidados paliativos porque no es algo brillante, como sí lo son los trasplantes. Es un escándalo que se apruebe una ley para acabar con la vida de los enfermos”. Esta postura pone de manifiesto un hecho importante: las personas deciden que quieren morir por el exceso de sufrimiento físico y mental.

¿Pero qué pasaría si no existiera ese sufrimiento? Es probable que las peticiones disminuyan, o al menos, eso es lo que indican los datos a medio y largo plazo.

¿Incurable es sinónimo de “incuidable”?

A lo largo de 2019 murieron 6.361 personas por eutanasia en Holanda, lo que representa el 4% de los fallecimientos: el 91% eran pacientes considerados terminales, mientras que el resto de los casos estaban relacionados con personas que sufrían trastornos mentales graves, como la depresión.

Para identificar a los niños que tienen «derecho a morir» deben cumplirse ciertas condiciones: «ninguna perspectiva de curación y sufrimiento intolerable» son conceptos genéricos y que hay que interpretar. En Bélgica, la eutanasia infantil está permitida por ley, con dos casos de muerte procurada a pequeños de 9 y 11 años en 2016 y 2017, mientras que en Suiza se permite el suicidio asistido, una práctica en la que los médicos acompañan al sujeto hasta que toma un fármaco que primero lo duerme profundamente y luego, media hora después y totalmente inconsciente, le provoca un paro cardíaco.

El pasado mes de septiembre, la Congregación para la Doctrina de la Fe, en su carta Samaritanus Bonus, dedicada al «cuidado de las personas en las fases críticas y terminales de la vida», expresó sin tapujos la inmoralidad de la eutanasia. “La Iglesia considera necesario reiterar como enseñanza definitiva que la eutanasia es un crimen contra la vida humana porque, con este acto, el hombre elige causar directamente la muerte de otro ser humano inocente. (…) La eutanasia es un acto intrínsecamente malo, sea cual sea la ocasión o la circunstancia».

Se apela a su ordenamiento canónico, un conjunto de normas jurídicas formuladas por la Iglesia, en la cual juzga la vida como un «valor inalienable» y la intención de acabar con ella, más allá de la motivación que empuje a la persona a tal acción, es absolutamente deplorable y por ello se niega a celebrar el rito funerario a quienes recurren a la eutanasia o al suicidio asistido.

Aunque actualmente hay varios países que intentan regular la «buena muerte», ninguno -o casi ninguno- lo hace por una cuestión de eugenesia. La eugenesia «indica todo un conjunto de teorías y prácticas destinadas a mejorar la calidad genética de una determinada población», que en esta coyuntura, sin embargo, puede tomar la apariencia de un medio totalitario, como el aplicado en el pasado por los nazis (esterilización masiva a las «razas» no arias, o a las que simplemente se consideraban inferiores y portadoras de una vida sin valor).

De este modo, volvemos a la cuestión inicial y crucial, pero que presenta varias y diversificadas aristas en su solución: ¿Puede la muerte ser una elección libre? ¿Cómo puede una persona pensar en tener una visión clara y completa en este sentido?

El sufrimiento en sí mismo, especialmente si es intenso, es una experiencia íntima, personal y, por tanto, muy subjetiva. Cuantificar un malestar en términos teóricos es tan imposible como intentar explicarlo en términos jurídicos. Por lo tanto, «justificar» la elección de un individuo que quiere deshacerse de él con una acción tan drástica e inevitable, es al mismo tiempo un riesgo: ¿Cuánto raciocinio queda en el individuo si se le somete constantemente a la presión del sufrimiento que le llevó a ponderar tal decisión? ¿Cuánto raciocinio debe haber en la persona, en la institución, responsable de permitir que algo así ocurra al final?

La condena moral que formula la Iglesia en la carta Samaritanus Bonus tiene mucho sentido: condenar a los que no se esfuerzan por dar a los enfermos los cuidados adecuados, el apoyo adecuado, la dignidad adecuada.

El «derecho» es quizás el único camino que se debería emprenderse en cuanto se refiere a la persona: porque la vida es sagrada, única. Luchar por ella es un derecho innegable. Al mismo tiempo, existe también el deber de hacer todo lo posible para que el derecho del hombre no se vea alterado por causas externas a su decisión.

Como dice el profesor Marcos Gómez Sancho, proporcionemos primero a todos, en todo el mundo, la oportunidad de curarse y de salir adelante con los cuidados paliativos. Estos cuidados, acompañados por el amor y el calor de los médicos, de los amigos, y sobre todo de la familia, pueden poner al paciente en una etapa, al menos, de indecisión, de reflexión, y ayudarle a que no se encuentre sometido a todo tipo de dolor.

La eutanasia no debe ser una consecuencia del fracaso médico y social; no debe ser la única solución viable para el enfermo por verse abocado a una perpetua decadencia física y psíquica. No debe verse «forzado» a considerarla porque las soluciones paliativas no resulten suficientemente satisfactorias.

Como se ha dicho anteriormente, existe el derecho a la vida: El derecho a vivir una vida con dignidad.

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