Todos, cuando acudimos a un médico, esperamos profesionalidad y
competencia. Es normal, le encomendamos algo muy valioso: nuestra salud.

Y un buen doctor -estaremos de acuerdo-, reconoce una enfermedad y pone en
marcha el tratamiento más adecuado para combatirla. Pero si dijera que hoy,
el

buen médico es también quien reconoce a tiempo una enfermedad,
para así poder suprimir lo antes posible al que la padece

, ¿qué pensaríais? Quizá que estoy loca. Desgraciadamente, estoy
describiendo la realidad.

Los diagnósticos prenatales.

Como madre, sé lo que ocurre en los centros de salud cuando esperas un
hijo. Al inicio de mis embarazos me propusieron hacer un diagnóstico
prenatal. Siempre contesté que podría interesarme sólo en el caso de que no existieran peligros para el pequeño, y que hubiera
alguna posibilidad de tratamiento en el claustro materno.

A continuación, añadía que me habría sometido a la prueba únicamente para prepararme mejor a aceptar una vida con especiales
necesidades.

La respuesta fue siempre la misma:

no existen tratamientos para el tipo de malformaciones que pueden
descubrirse con estos exámenes, y “si una mujer piensa tener el niño en
cualquier caso, no tiene sentido gastar cientos de euros”

(es decir: sería mejor aprovechar los recursos de la Sanidad pública para
mujeres que tengan otras intenciones…).

Pero, sobre todo, si se está dispuesto a aceptar un hijo en cualquier caso,

no tiene sentido correr el riesgo de perder al niño para ver si está
sano (porque, hasta hace dos años, los exámenes eran invasivos, y en
algunos pocos casos ¡podían provocar aborto!)

.

En definitiva, conscientes de mi posición a favor de la vida, me
desaconsejaron siempre este tipo de pruebas.



El diagnóstico prenatal “sirve” si uno quiere un hijo sano, a toda
costa.

Sin embargo, nuestra cultura nos va habituando a un respeto cada vez más
parcial de la vida, y muchas parejas eligen someterse a estos exámenes
(«Sí, cuestan mucho… pero te hacen ver todo, incluso si es down.
Vale la pena gastar ese dinero…», palabras del trabajador que vino a hacer
un arreglo a mi casa, hace unos meses, en espera del segundo hijo).

Sí,

vale la pena, según esa mentalidad, gastar 600, 800, 1.200 euros, para
asegurarse un hijo sano y, en caso contrario, rechazarlo

.

Como si la salud y la enfermedad, la vida y la muerte fueran algo que está
al alcance de nuestro poder, como si los seres humanos no fuéramos frágiles
y no pudiéramos enfermar o morir en cualquier momento, aunque hayamos
nacido sanos…

Cuando la eugenesia se da por supuesta.

En

esta noticia de la agencia ANSA

se puede apreciar

la indignación ante un ginecólogo que no fue capaz de reconocer las
malformaciones de un niño en el seno materno

.

Detrás de estas pocas líneas se adivina un enfoque muy difundido y
compartido, una manera de enmarcar el problema, que deja entrever
precisamente esto: el médico tiene el deber de descubrir ciertos problemas,
no porque se pueda hacer algo en favor del pequeño, sino porque, en estos
casos, se da por descontado -o, al menos, se recomienda vivamente- abortar.

Probablemente, el médico, con los estudios que había realizado y las
herramientas disponibles hoy,

podía, incluso quizá debía, haber identificado los problemas del niño

. No es mi intención absolverlo en el plano médico, si es que se trata de
incompetencia.

Pero de la noticia se deduce que la culpa de que este niño naciera así, es únicamente suya:
además, nadie acepta ya la más mínima imperfección.

Por esto se comprende que haya tanto revuelo, aunque el causante del daño no fuera el médico,
incluso en el caso de que no se hubiera podido hacer nada para curar al niño. Se
entiende por qué hay tanta rabia, frente a un acontecimiento inevitable.


¿Por qué los padres tienen derecho a rechazar un hijo enfermo?

El verdadero motivo de escándalo – tan evidente, que no merece siquiera
especificarse – es que los padres, si lo hubieran sabido antes, habrían podido recurrir al “aborto terapéutico”, como
otros padres de su país (todavía no entiendo por qué se define así, visto
que una terapia cura, mientras que el aborto no, nunca…).

Como se lee en la información,

para un padre es un duro golpe descubrir una realidad similar sólo en
el momento del parto

. Por este motivo yo siempre he estado dispuesta a

conocer la verdad antes del nacimiento (si no comprometía la vida del
bebé)

, pero esto no interesa al sistema de Salud, que apunta a la “practicidad”.

En definitiva, los padres deberían saberlo antes, no para prepararse (visto
que esto no importa), sino para decidir qué hacer con esa vida.


Esta cultura de muerte crea la indignación más grande.

Lo que impresiona (al menos a mí) es que no se dice nada de tratamientos.
No se dice que, aunque se hubiera descubierto antes, no habría nada que
hacer. Que ese niño habría sido así, con o sin diagnóstico correcto,
realizado meses antes. Esto no interesa. Únicamente hay que encontrar un
culpable, porque ese niño no debía existir.

No parece contemplarse la idea de que la vida es vida, y puede ser acogida,
siempre, en cualquier caso.

No, ese niño es sólo un problema: porque una vez nacido, ya no se
puede “suprimir”.

¿

Te comprarías unos zapatos rotos? ¿Una bici con los pedales
estropeados, una cazadora sin botones? No, por supuesto. Entonces ¿por
qué estar obligado -por la ineficiencia de un médico – a aceptar a un
niño enfermo?


Denunciarlo es como decir: «Tengo derecho a un hijo sano y tú, doctor,
no has evitado esta estafa». Como si el médico fuese un vendedor, que
debe garantizar el buen estado del producto.

El médico en cuestión ha provocado la indignación de muchos. Pero a mí, me
produce más

indignación que nadie se haya compadecido de esta vida frágil, marcada
por el misterio del mal

, que nadie haya dicho que ese niño, independientemente de cómo se
presenta, es un milagro, un prodigio… ¡un ser humano!

Un

ser humano que, como cualquiera de nosotros – hasta el último aliento –
merece respeto, cuidado

.

¿Qué podemos aprender?

Quizá errores médicos como estos sirvan para abrirnos los ojos, para
removernos, recordándonos que la vida no está en nuestras manos.

Ese niño, que ha nacido así, nos recuerda quien es él: el mismo, antes de
nacer y después de nacer.

Nos recuerda que no basta con gastar 600, 800, 1200 euros, para asegurar
una vida sin contratiempos. Porque somos frágiles, falibles. Y sólo cuando
aprendamos a amar al otro con su fragilidad – en vez de querer eliminarlo a
toda costa -, sólo entonces seremos realmente fuertes, sólo entonces nos
habremos “asegurado” lo único que realmente importa.

Previous

Cartas de amor… en el verdadero sentido de la palabra

Next

"Por eso me llamo Giovanni", un libro que muestra el papel educativo de los padres

Check Also