Odio, venganza y perdón en “El velo pintado”
De John Curran, basada en una novela de W. Somerset Maugham. Lift not the painted veil which those who live Call Life (Percy Bysshe Shelley)
La primera escena de “El velo pintado” es una inmersión en la venganza. El doctor Walter Fane, bacteriólogo inglés en Shangai, arrastra a su mujer, Kitty, hacia un infierno de calor, humedad y miseria para vengarse de su traición.
Los protagonistas están viajando hacia Mei-tan-fu, un pueblo en los confines del mundo, asolado por el cólera, que Walter ha elegido como destino para castigar a su mujer adúltera. No solo la obliga a seguirle en una situación de peligro extremo. Se asegura de hacerlo de un modo más cansado y doloroso de lo necesario para Kitty (y para él mismo), entre un calor insoportable y la humedad. Se encuentran en un clima asfixiante y de bochorno que contrasta con la frialdad y el control de las emociones demostrado por Walter.
Tímido, torpe, decididamente poco atractivo en la propuesta de matrimonio a Kitty dos años antes, agradecido a la vida por haber conseguido casarse con la chica guapa y vivaz de la alta sociedad, Walter se transforma en un hombre capaz de suministrar a su mujer dosis inimaginables de crueldad.
Un vena hinchada en la sien de un extraordinario Edward Norton (Walter Fane) traiciona la intensidad del odio y del deseo de venganza. De hecho, cuando descubre que su mujer le ha engañado le da dos alternativas terribles, La primera de las dos es particularmente inaceptable para una mujer británica de los años veinte del siglo pasado: el divorcio culpable, por el que sería expuesta al escarnio público. La alternativa es el viaje junto al marido, desde Shangai hacia un destino remoto y peligroso, en medio de una epidemia de cólera. Kitty, snob y superficial (muy bien representada por Naomi Watts) no ama a Walter, no lo ha amado nunca, nunca ha estado enamorada de él, ni siquiera le ha considerado un “buen partido”. No tiene ninguna intención de ir al encuentro de un verdadero y proprio suicidio social aceptando divorciarse, pero odia también la idea de continuar el matrimonio y seguirle hasta los confines del mundo, arriesgándose a contagiarse de cólera y morir. Va a ver a su amante, con la vana ilusión de encontrar la verdadera felicidad donde quizá nunca existió para ella, donde quizá se encuentra solo un “velo pintado”, y se topa con la realidad del desprecio. Rechazada, no tiene elección. Seguirá al marido, de mala gana, allí donde haya decidido ir. De este modo, la venganza de Walter se consuma en los largos silencios, en el desprecio hacia Kitty, ya inmersa en un mar de soledad y desesperación.
¿Cómo es posible que de una unión como ésta pueda emerger el Amor? Es un matrimonio fundado sobre un arrebato inicial de Walter y sobre el deseo de Kitty de emanciparse de una madre petulante, impaciente por deshacerse de la hija, en una sociedad que no garantizaba a las mujeres muchas más alternativas de dignidad social. Antes o después se debía pasar de la protección paterna a la del marido. Y era mejor quizá “antes” que “después”, ya que nuestra Kitty se estaba acercando a la edad peligrosa que transforma una joven bella de la alta sociedad en una solterona destinada a marchitarse en casa con mamá y papá. En resumen, no son precisamente las bases sólidas sobre las que asentar una unión duradera. Seguirán después la traición, el desprecio, el odio, la venganza.
Es evidente el sufrimiento del marido, el dolor provocado por la ofensa de la traición. De otra manera ¿cómo se explicaría la crueldad con la que Walter, a su llegada al pueblo afectado por la epidemia, está claramente fingiendo tranquilizar a su esposa (en realidad quiere aterrorizarla) sobre el hecho de que no debe preocuparse? Le dice que morirse de cólera es algo más bien rápido; sí, es muy doloroso, pero en unas pocas horas se llega al final. Después, cierra rápidamente la puerta de la propia habitación y deja al otro lado a su mujer sola y desesperada. De este modo, el silencio, la frialdad, el desapego que el marido reserva sistemáticamente a su mujer, que constituyen la venganza pensada y realizada por Walter contra Kitty, termina por recaer con fuerza también sobre él, haciéndole todavía más cínico e infeliz. Todo es tan profundamente humano, tan comprensible: el que ha sido traicionado se venga con el desapego, el desprecio, pero también con tantas pequeñas mezquindades cotidianas. Viene a la mente el lema de Terencio, humani nihil a me alienum puto. Walter ha sufrido una ofensa grave, odia y se venga. Pero la venganza, perpetrada con el sueño de que podrá darle alivio, es como un boomerang que se revela al final fuente de sufrimiento también para quien la cumple. ¿Qué esperanza hay de sanar heridas tan devastadoras?
Sin embargo, sucede algo extraordinario. Kitty, cansada de ser permanentemente infeliz y determinada a no acabar la propia vida consumida por la amargura y el resentimiento, intenta tender una mano a ese hombre tan hostil y tan decidido a odiarla ( Perhaps I just want us to be a little less unhappy). Comienza a observar al marido asumiendo una perspectiva diferente. Poco a poco ya no es, a sus ojos, solo el pretendiente torpe del principio, o el bacteriólogo un poco intelectualoide inmerso en las probetas, o el hombre sádico que le ha obligado a realizar un viaje inútilmente tortuoso e incómodo: comienzan a emerger sus dotes de compasión, mientras la mujer le observa cuidar a tantos pacientes desesperados que se abandonan en él.
Se trata de un recorrido tortuoso, de expiación y de redención. La relación con la miseria, la pobreza, la enfermedad en ese rincón de China, al principio hicieron que Kitty se aislase totalmente de la comunidad local, añorando la vida londinense y sus frivolidades. Pero al tratar de escapar de una infelicidad oprimente, siente el impulso de salir de sí misma y del propio egoísmo. Quizá quiere llegar a la noche sintiéndose finalmente satisfecha por haber encontrado un sentido a esos días que durante tanto tiempo habían pasado como un péndulo entre el dolor y aburrimiento. Lentamente la vida de esta mujer, un poco presuntuosa y acostumbrada al lujo, se convierte en una existencia dedicada también a los demás. Sin embargo, no se trata de la historia trillada, banal, bonachona y, sobre todo, inverosímil, de un personaje que se transforma de “malo” en “bueno”. Por otra parte, tampoco es posible aplicar este cliché al marido. Es siempre Kitty la que actúa, graciosa y elegante, la que incluso sacará provecho de un aspecto de sí misma cultivado en su vida precedente de joven rica: el amor por la música (magnífica banda sonora de Alexandre Desplat). Y Walter comenzará a observar a su mujer con otros ojos y a través de esta mirada nueva sobre el otro, será posible comenzar a amarse de verdad. La perspectiva empática le consentirá ver a Kitty ya no solo como la chica mundana y mimada de la que se había enamorado, impresionado por su belleza, sino como una mujer con un corazón capaz de amar.
¿Qué hará posible que estas dos personas se enamoren, a partir de ese cúmulo inicial de odio y desprecio? La única dimensión de relación con el otro que consiente reparar en profundidad las relaciones, renovarlas y liberarlas de los grilletes del pasado: el perdón. Es el perdón lo que salva a Walter y Kitty de una dolorosa coacción destinada a repetirse, de rumiar los agravios sufridos, de cerrarse en un gélido asilamiento, de vengarse con la falsa ilusión de restablecer la justicia. Es el perdón, ofrecido y recibido recíprocamente en las relaciones humanas, aquello que nos abre a la libertad y nos permite comenzar de nuevo a vivir.
(*) Barbara Barcaccia enseña técnicas del Coloquio Psicológico en la Universidad de Aquila (Italia), es profesora de la escuela de especialización en Neuropsicología, Universidad la Sapienza de Roma y es también profesora de la escuela de especialización cuatrienal post-lauream APC-SPC. Es autora, junto con Francesco Mancini, del volumen “Teoría y clínica del perdón” (Raffaello Cortina Editore), finalista del Premio Nacional de Divulgación Científica del AIL y patrocinado por el CNR (Centro Nazionale della Ricerca)