“No dudo que las familias con hijos discapacitados puedan ser felices, pero ¿quién, pudiendo elegir, no querría un hijo sano y perfecto?”.

Una persona partidaria de la fecundación asistida me hizo esta pregunta refiriéndose a una pareja con riesgo de engendrar un hijo enfermo. Admito que, si no conociera la historia de Nicola y Giulia Gabella, no habría sabido desmontar su razonamiento.

Claro que le habría contestado que “la vida es vida” siempre y en cualquier caso, intentando explicarle que un hijo no debe ser “confeccionado a medida”, sino acogido y apoyado, amado, independientemente de cómo es y cómo está; sin embargo, sé perfectamente que habría sido poco convincente, siendo madre de dos hijos normo-dotados. Y además, porque yo misma, aunque soy contraria al aborto y a la fecundación in vitro por motivos éticos, nunca habría pensado que la cruz de un hijo enfermo pudiera ser no sólo “aceptada”, sino incluso “amada”; no sólo soportada, sino considerada una oportunidad de “sanación”.

Esta es precisamente la paradoja que experimentan y testimonian con fuerza estos dos
cónyuges de Bolonia, Nicola y Giulia
, padres de tres hijos, una de ellos marcada por una fuerte discapacidad.
Para ellos, la enfermedad se ha convertido en causa de purificación del amor, y el desierto se ha transformado en jardín (para usar el título del libro autobiográfico escrito por el mismo Nicola Gabella, El desierto se convertirá en un jardín, publicado en 2011 (por el momento sólo disponible en italiano).

Pero vayamos con orden. Porque antes de ver la luz, esta familia pasó a través de una oscuridad para la que no parecían existir vías de salida.

Promesas de felicidad rotas

Giulia y Nicola se casaron en junio de 1996, muy enamorados y plenamente felices. Tras un primer embarazo terminado, por desgracia, en un aborto espontáneo, la pareja acogió en abril de 1998 al pequeño Samuel. La felicidad de ser ya tres era grande, pero los esposos querían una familia más amplia. Giulia se quedó de nuevo embarazada y, en abril del 2000, nació Sara.

Esta vez había algo que no iba bien. Los médicos se mostraban preocupados: la niña estaba siempre dormida, no comía. Pasaron los días y, después de muchos controles, resultó evidente que tenía varios déficits relevantes.

Fue el inicio de un túnel. De golpe, una familia feliz se hundió en el dolor y en una especie de apatía existencial.

Yendo de un hospital a otro, Nicola llegó incluso a desear que Dios se llevara a esa criatura. Sufría por ella y por sí mismo, temía no ser capaz de cuidarla el resto de su vida. La discapacidad de la hija le paralizaba también a él.

Mientras, falleció la madre de Giulia: otro duro golpe, que llevó a la pareja, ya sometida a una dura prueba, a alejarse cada vez más entre los dos.

El amor mutuo, que había sido exuberante, se marchitó, abrumado por pesos demasiado grandes.

“¿Quien, pudiendo elegir, no querría un hijo sano y perfecto?”.
Quizá entonces, Nicola hubiera contestado que sí, sin pensarlo dos veces. Y quizá, en un ataque de sinceridad, añadiría que no quería a la niña.

Tenían fe, pero demasiado frágil, todavía inmadura, que no les permitía renegar de sí mismos y aceptar que sea Otro quien tome y transforme las cruces que viven. Al contrario, Nicola estaba resentido con Dios, se sentía traicionado, y con tentaciones de abandonarlo.

“La noche se vuelve más oscura justo antes de que empiece a
amanecer” (Papa Francisco)

En esta situación desesperada nacieron las raíces de un proyecto de amor grande, que Giulia y Nicola no imaginaban ni siquiera lejanamente.

Un sacerdote amigo de los Gabella les aconsejó ir a Asís, para hablar con una familia “especial”, la de Lorenzo y Marusca, dos cónyuges que habían adoptado un niño con síndrome de Down. Su testimonio fue un faro determinante en la vida de Nicola y Giulia.

De ellos aprendieron que conviene librarse de algunos ídolos, para poder amar al otro de verdad. Un padre, sobre todo, debe dejar de ver al hijo como una prolongación de sí mismo, como el portador de todas sus expectativas. Descubrieron que un hijo discapacitado es capaz de revelar los amores falsos, porque el amor verdadero da, sin pretensiones, incluso cuando el otro no puede devolver.

Se aprende la humildad de pedir ayuda -a Dios y al prójimo-, y se descubre que compartir las dificultades es liberador para ellos, y enriquece a la comunidad.

Se aprende a poner a la pareja en el centro, porque es en el amor conyugal donde tiene su origen el amor a los hijos, no al revés. El proyecto tiene siempre que ver con los esposos: los hijos son consecuencia de su vínculo, no la causa.

Se aprende que no hay que perder el tiempo en perseguir “una vida ideal”, distinta de la que se tiene, porque la felicidad verdadera nace cuando se ama en concreto, exactamente en el lugar y en la condición en que se encuentra.

Es dando como se recibe

Nicola y Giulia resurgieron de los escombros y, en 2003, llegó otra hermanita para Samuel y Sara: Anna, una niña muy alegre.

El compromiso de los Gabella es notable: tienen tres hijos, un trabajo, deben ocuparse de Sara y sus necesidades especiales (la niña pasa mucho tiempo entre logopedas y fisioterapeutas), no falta el cansancio y, a veces, ni siquiera el desaliento, pero se sienten rodeados por mucho cariño. Además, han entendido que, para ser felices, incluso en los momentos de dolor, es preciso dar, sin esperar nada a cambio, y generar continuamente “comunidad”.

Están tan convencidos que abren las puertas de su casa a quienes necesitan ser escuchados y piden oraciones; se comprometen en la práctica de la acogida, reciben a niños, a jóvenes, a ancianos, con situaciones familiares difíciles (como el hijo de una madre soltera, una prostituta protegida por una asociación, una señora anciana con problemas de lucidez y sin familia…).

“¿Por qué vosotros? ¿No tenéis suficientes problemas?”, podría preguntarse alguien. Nicola, asistente social de profesión, contestaría: “el bien que hemos recibido es demasiado grande para guardárnoslo para nosotros”.

Hoy Sara tiene 19 años. Los médicos predijeron que nunca caminaría ni hablaría. Pero fue tal la atención que le dedicaron sus padres, y tantos los estímulos que recibió, que Sara se expresa hoy por sí sola, aunque con cierta dificultad, y camina con sus piernas. Ha concluido la ESO, trabaja, sale con amigas, tiene una tarjeta de débito. Pero eso no es todo, porque Sara tiene algo de lo que carecen tantos chicos: una gran alegría de vivir, y muchas ganas de hacer cosas. Yo he tenido el honor de conocerla, y puedo atestiguar que, en su presencia, son los demás los que se sienten discapacitados.

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