Blanca como la leche, roja como la sangre, llevada al cine
“Es injusto. La muerte lo tira todo por la borda. ¿Entonces para qué sirven los sueños?” Son quizá las palabras más crudas y angustiosas pronunciadas en la película “Blanca como la leche, roja como la sangre” dirigida por Giacomo Campiotti y basada en la novela del mismo título, de Alessandro D’Avenia. Y la respuesta que quiere hacerse pasar como implícita dentro del la misma pregunta, a primera vista podría parecer brutal pero es obvia: “para nada, no sirve para nada”.
Esta respuesta se da por supuesta, sí; hasta tal punto que, como sucede a menudo con las respuestas que se dan por supuestas, después se revela que no es la correcta. “Hay sueños que van más allá de la muerte -responde el profesor de humanidades al joven protagonista, desesperado por la enfermedad de la chica amada-, Leonardo diseñó un helicóptero y no lo vio volar nunca”.
También la joven protagonista diseña algo en el corazón de las personas que están a su alrededor: con su enfermedad y todo lo que ella implica, con una fuerza y valentía alternadas con una fragilidad compresible que inspira ternura e invita al consuelo, con su esperanza y sus palabras dirigidas a Dios, con sus reflexiones y sus consejos discretos pero certeros… Todo ello muestra una nueva forma de concebir y de plantear la existencia. Junto al dolor, la chica deja algo muy precioso a los que están cerca: una semilla.
La película se dirige a un público joven, que por su naturaleza va en búsqueda de respuestas y de sentido. Sin duda, se trata del ejemplo de una historia que, a pesar de tener su origen en una novela, aguanta perfectamente y de forma autónoma, también en la pantalla, sin menoscabo debido a la adaptación. La película, que en estos momentos está literalmente llenando las salas de toda Italia con ingresos por encima de las expectativas, es capaz de capturar y emocionar también a quien no había leído el libro precedentemente: publicado en 2001 por el Grupo Mondadori, traducido (al francés, al español, al holandés, al chino, al búlgaro, al catalán…) y distribuido en veinte países diversos, se convirtió en un best-seller internacional en pocos meses.
En la película, como en el libro, no se quiere contar la historia de una joven estudiante de secundaria que se enfrenta a la leucemia en la flor de la vida; más bien se quiere contar la historia de una enfermedad que, aun sembrando sufrimiento, se convierte en instrumento para dar a la vida un valor nuevo y, sobre todo, para hacer entender qué es realmente el enamoramiento y el amor; conceptos que se presentarán como categóricamente
distintos de “la pasión”.
Enamorarse, de hecho, como saldrá a relucir durante toda la película, no significa arder en ansia o consumirse por alguien; no significa perder la cabeza, sino encontrar un punto fijo de apoyo, un ancla de salvación, que nos ayude a poner orden allí donde hay caos, que nos dé paz y seguridad en plena tempestad.
El amor, en general, está unido a la dedicación, al sacrificio, al cuidado, al apoyo, a la superación de los propios miedos por el bien de otra persona.
Al final, la película parece querer decir que el amor en su conjunto no muere: porque imponiéndose con toda su sacralidad, supera las barreras de lo estrictamente material y traza un camino similar a una carrera de relevos que alguien comienza y que, cuando ese alguien se ha marchado, otro continúa corriendo.
La verdadera pregunta, por tanto, no es: “¿para qué sirve soñar si la muerte tira todo por la borda?”, sino: “¿cómo puede la muerte terminar con algo que de modo misterioso y precisamente a través de ella ha tomado vida?”
Tampoco la joven protagonista verá volar su helicóptero, sino que otro lo construirá gracias a ella y también gracias a ella volará por encima de nosotros.