Creo que he perdido la cuenta de los viajes que he podido hacer en los últimos años gracias a los libros sobre el próximo santo Carlo Acutis, especialmente por mi primera novela: Sei nato originale, non vivere da fotocopia (“Has nacido original, no vivas como una fotocopia”) (Mimep Docete 2017).

Cada uno de estos encuentros me queda en el corazón por diferentes motivos. Cada uno es similar a los otros y, al mismo tiempo, único e irrepetible.

Sin embargo, el último que hice fue realmente especial e inolvidable, porque tuve la oportunidad de observar de cerca la concreción de la resurrección.

Pude ver lo que sucede cuando alguien realmente invierte en los jóvenes, incluso en una zona llena de dificultades.

Nos encontramos en Nápoles, específicamente en un suburbio conocido por ser uno de los principales centros de tráfico de drogas de la ciudad.

Era finales de mayo cuando llegué al oratorio donde se iba a realizar el encuentro. El lugar me pareció inmediatamente bello y cuidado. Tan pronto como entras, te sientes bienvenido.

Es una verdadera casa, con espacios para estudiar, ver películas, jugar baloncesto, cenar. El lugar es realmente acogedor y familiar, simple, modesto, pero exquisitamente agradable.

Las personas que trabajan y frecuentan el lugar tienen una rara amabilidad y todo el calor típico del Sur de Italia.

Viendo todo esto, fue una gran sorpresa para mí enterarme de lo que había en el suelo que piso, solo dos o tres décadas antes.

Me mostraron fotos, donde pude ver un lugar completamente diferente, degradado y abandonado: «Justo aquí donde estás ahora –me dice el sacerdote encargado de la formación espiritual de quienes frecuentan el centro–, donde ahora está todo esto (la asociación ‘La locanda di Emmaus’, una ONG), hasta hace poco tiempo había un vertedero abandonado.»

También me cuenta que este lugar era, en el pasado, un centro de tráfico de drogas muy conocido.

El barrio, todavía marcado profundamente por el problema de la droga y con alto riesgo de criminalidad, es ahora un imán para los jóvenes (¡muchísimos!) que buscan guías seguras, puntos de referencia y alternativas.

Jóvenes, pero no solo. También familias (como esa pareja que perdió a una hija y es apoyada por toda la comunidad), o mujeres que se encuentran criando hijos sin el apoyo de los maridos (quienes pueden beneficiarse del camino pensado especialmente para madres), niños muy pequeños, que se convierten en las mascotas de todos.

Esa noche me encontré hablando de Carlo Acutis y otros jóvenes testigos de la fe (como la Beata Chiara Luce Badano y la Hermana Clare Crockett) a una gran multitud de jóvenes, adultos y pequeños que frecuentan el centro y a sus formadores.

¡Cuántas historias significativas y cuántos relatos me impactaron en esa cálida tarde de mayo! En las miradas de los presentes, en sus historias, vi impresa la fuerza de la resurrección.

Me conmovieron las historias de los jóvenes con vidas difíciles. Algunos con padres en prisión por haber golpeado a la madre. Otros con padres bajo arresto domiciliario por haber traficado durante toda su vida. Algunos en gran precariedad económica, porque el patrimonio familiar ha sido dilapidado en sustancias tóxicas, y luego, también, madres solteras que han encontrado trabajo en el centro, o estudiantes universitarias que están cumpliendo sus sueños gracias a las becas obtenidas a través del centro, y que estudian día y noche para merecer tanta confianza.

Ese vertedero se ha convertido en un lugar para hacer florecer la vida, para apostar por el futuro, por las jóvenes personalidades en formación, para ofrecer algo diferente de lo que han podido ver fuera de allí.

Ese vertedero es la señal de que las flores más bellas nacen en el asfalto, o como en este caso, incluso de la basura.

Lo admito, cuando me invitaron, pensé que yo sería quien aportaría algo al auditorio. Y quizás, en pequeña parte, así fue. Pero estoy convencida de que recibí mucho más de lo que di.

Seguramente, me fui con una esperanza renovada. Me dije a mí misma que nada es imposible, que solo hay que creer en la humanidad. Lo comprendí al mirar al sacerdote encargado de esa misión: si abrimos nuestra vida al bien, los frutos no tardarán en llegar.

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