Siempre he sido partidaria del frente pro-vida: invariablemente he considerado absurdo no reconocer que una vida humana es merecedora de respeto desde su concepción. Es cierto que esta opinión se apoya también en mi fe, pero no creo que sea necesario ser católico para constatar que un niño que está en el vientre de la mamá tiene, desde el inicio, un patrimonio genético propio, un principio vital (independiente de la madre) y un pequeño corazoncito que late como el de cualquier otra persona.

Sería suficiente un poco de raciocinio, algo de sentido común y un mínimo de conocimientos en el ámbito científico. Sin embargo, el mundo parece ir en una dirección totalmente distinta.

En efecto, la idea de que el aborto sea a todos los efectos un derecho de la mujer que hay que garantizar por cualquier razón, ya desde hace tiempo se ha difundido en muchos países. Tampoco es más importante que existan problemas de salud, de orden económico o de otro tipo… una mujer que se encuentra en espera de un hijo indeseado, debe poder elegir rechazarlo.

La liberalización creciente del aborto

Un indicador de esta liberalización del aborto son las numerosas maniobras que se realizan a nivel legislativo en varios países.

Piénsese en el caso de Francia, donde se lucha para eliminar la objeción de conciencia y limitar todas aquellas acciones encaminadas a hacer reflexionar a la mujer sobre el acto que va a realizar. ¿El objetivo? Ver el aborto clasificado como un derecho entre otros, un derecho a todos los efectos y no como una «solución extrema», porque eso no sería justo cara a la libre elección de la mujer.

Además, son muchos los países en los que los partidarios del frente pro-vida tienen que combatir propuestas como la de garantizar a las mujeres la posibilidad de abortar incluso cuando el embarazo está ya en una fase muy avanzada. Es este el caso, por ejemplo, de la Gran Bretaña donde se quiere aumentar el número de semanas de gestación en las que el niño no nacido puede ser abortado.

El llamado derecho al aborto, consagrado por ley

Son solo algunos ejemplos. Se podrían poner muchos más, pero éstos son ya dicen mucho sobre la cultura que se está difundiendo en muchos países que se definen del “primer mundo”: se tiende a exaltar la libertad de algunos (las mujeres y los médicos), ignorando los derechos de otros (los niños por nacer).

Como sabemos, este proceso tiene lugar sobre todo en los ámbitos legislativos. Y lo que dice la ley, en el imaginario colectivo, es «sacrosanto», es decir, se convierte en una normativa moral, sobre todo en un clima de creciente relativismo, donde se hace difícil encontrar otros indicadores para establecer lo que es justo y lo que es erróneo.

¿Y cuáles son las consecuencias?

Los pro-vida son fanáticos o culturalmente atrasados

El objetor de conciencia o quien sostenga una posición anti-abortista es un fanático, incluso un subversivo, precisamente porque se opone a un presunto derecho sancionado por la ley.

Expresar oposición al aborto significa ser víctimas de una herencia cultural o un credo religioso, que choca con la ordenación de un Estado laico y democrático.

Países como Suecia y Finlandia, donde no existe la objeción de conciencia son considerados como modelos de civilización y progreso; mientras que países como Italia y Portugal, en los que el porcentaje de objetores alcanza cotas elevadísimas, hay que considerarlos “atrasados”.

Una libertad auténtica no se realiza pisoteando los derechos de los demás

Lo que se olvida, sin embargo, es que la verdadera libertad no puede realizarse si se pisotean los derechos de otros. En una democracia basada en el supuesto que todos los miembros de la población tienen igual dignidad, debería ser impensable la idea de ampliar la libertad de alguien en detrimento de los derechos de otro ser humano (en este caso el feto). El verdadero problema, sin embargo, es que el niño que se encuentra en la barriga de la mamá no es considerado un ser humano y, por lo tanto, no sería titular de ningún derecho.

Una experiencia personal

Si ya antes pensaba que el aborto es una grave ofensa contra pequeñas vidas indefensas, cuando he descubierto que estaba esperando un niño he comprendido hasta el fondo lo absurdo que es considerar esa ofensa como un derecho…

Recuerdo que, durante la primera visita (realizada en el período de gestación en el que en Italia está permitido abortar) he oído latir el corazón de mi hijo.

Me emocioné y pensé: “¿Cómo se puede ser tan ciegos y sordos para no reconocer que este pequeño es un ser humano viviente?»

Él estaba dentro de mí, sí, pero no era un apéndice de mi cuerpo: era otro ser viviente… que antes no existía y ahora, en cambio, me pedía ser amado, protegido.

Sin mí habría muerto (como por otra parte moriría un recién nacido si quedara abandonado a sí mismo)… pero no conseguía ver por qué el hecho de que ese criatura diminuta dependa de mí, me autoriza a decidir sobre su vida.

Amor por la vida y libertad de la mujer: cuando los médicos viven una contradicción

A dejarme sin palabras, sin embargo, fue el comportamiento de la doctora que me visitaba.

Delante del monitor, me indicaba entusiasta los movimientos de mi hijo, me mostraba las distintas partes de su cuerpo. Recuerdo que la actitud brusca con la que me había acogido, ante el niño literalmente desaparecía (durante las ecografías, delante de ese “muñequito” – como ella lo llama- siempre se enternece y se convierte en otra persona).

Sin embargo, después de la visita, cuando nos hemos sentado junto a su mesa de trabajo, ha empezado a hablarme de la posibilidad de hacer un diagnóstico prenatal y me dijo que “todavía se estaba a tiempo” para hacer estudios sobre la salud del feto y luego decidir si tenerlo o no.

Me pareció una situación surrealista: dos minutos antes nos encontrábamos ambas, ante ese monitor, a sonreír ante los movimientos de mi hijo.

Habíamos escuchado juntas su corazón que latía. Y luego me dice que me correspondía a mí decidir sobre la vida de aquella criaturita.

«Lo voy a tener en cualquier caso, esté sano o enfermo», contesté decidida.

Entonces, la doctora continuó: «Si piensa tener el hijo en cualquier caso, le desaconsejo este tipo de visitas, muy invasivas para la mujer».

Lo digo sin vergüenza: aquellas palabras me provocaron un profundo sentimiento de indignación, porque sentí que mi hijo estaba sufriendo una injusticia…

La ley y el sistema sanitario se preocupaban sólo de mí: de lo que yo quería, de la agresividad de las pruebas que yo habría realizado y no tenían en cuenta el derecho a vivir de mi niño.

En mi caso, el problema no existía… Yo había decidido tenerlo, por supuesto. Pero me ha parecido injusto el hecho de que me hubieran dejado a mí la decisión.

Aquel día más que nunca deseo vivir en un Estado en el que los hijos tengan los mismos derechos de sus padres, antes y después de su nacimiento… Sí, desde aquel día más que nunca sueño con un Estado en el que los médicos, después de haberte enseñado tu hijo en ese monitor, te digan: “Esta vida está dentro de ti, pero es otro ser humano, ¡ay de ti si lo tocas!».

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