Catcalling
es un término inglés de fácil traducción: «llamar al
gato». Pero en el lenguaje común, el “catcalling” no es sino acoso verbal dirigido
principalmente a las mujeres que se encuentran por la calle en forma de
comentarios indeseables, gestos poco elegantes, silbidos, persecuciones,
insinuaciones sexuales persistentes y manoseos por parte de desconocidos en
zonas públicas como calles, centros comerciales, transportes y parques.

El núcleo del catcalling, y por el que se considera acoso,
reside en el mecanismo que lleva a realizarlo: sexualizar un cuerpo,
inducir a alguien a recibir esos comentarios sin haberlos solicitado en
absoluto; es invadir el espacio de los demás, la dignidad de los otros.

Es un acoso desde el momento en que se busca, se exige, se obtiene un
acercamiento que no tiene en cuenta mínimamente la voluntad de la
persona a la que se dirige.

¡Es sólo un cumplido!



Esta es la justificación que esgrime el acosador después de haber
sido sorprendido en este juego sucio, tal vez tras una actitud contrariada
de la víctima. En este caso, la naturaleza del «catcalling» es más evidente, porque el
individuo suele reaccionar con una violencia mezquina. El intento de
dominio ejercido hacia la víctima se desmorona, se cuestiona, y la única
forma de recuperar su posesión es ofender verbalmente y, no pocas veces,
incluso físicamente.

Uno de los casos más conocidos y recientes de «catcalling» es el de una estudiante de diecinueve años en
Chicago: Ruth George, que después de haber rechazado constantemente el
insistente intento de un extraño de acercarse a ella por la calle, fue
finalmente atacada por éste, violada y estrangulada. Una joven asesinada
porque, según el mismo hombre que contó la dinámica del asesinato del que
era culpable, «se negó a hablar con él».


Pero, ¿por qué se reconoce como un acoso exclusivamente masculino?

Los números más recientes del Istat (Instituto Nacional de Estadística en
Italia), que datan del año 2018, son bastante elocuentes en este sentido y
ponen de manifiesto cómo las mujeres son
el género más afectado y oprimido: los datos muestran un miedo subyacente
que les lleva a tener miedo a salir solas de casa. Tienen
miedo a caminar por la calle incluso cuando simplemente está oscuro o sin
gente. Muchas de las mujeres consultadas, hacen referencia a episodios
sufridos quizás décadas antes, pero que aún les afectan. Cuando una mujer
no puede contar con la presencia de otra persona amiga, suele obviar el
«problema» buscando compañía en una llamada telefónica (según los datos,
son cerca del 56%) y sólo una minoría de ellas utiliza el spray de pimienta
como defensa personal.

Está claro que este fenómeno se reconoce como puramente masculino porque
hay una educación sexista en la base que ha producido secuelas hasta el día
de hoy. Pero el progreso social que incluye la lucha por la igualdad de
sexos y que también se extiende a las demás minorías (étnicas,
discapacitados, homosexuales, transexuales) está dando poco a poco sus
frutos.

Hay varios países europeos, y no solo, que definen el «catcalling» como un verdadero acoso y, por tanto,
perseguible. En Francia es ilegal desde 2018, y uno se arriesga a una multa
de hasta 750€, con una sanción en caso de comportamiento agresivo y físico.
Ciudad Quezón, en Filipinas, ha aplicado una ordenanza contra el acoso
callejero desde mayo de 2016. En Bélgica se aprobó en 2014; y otros países
como Perú y Portugal, ya han puesto en marcha castigos severos para este
tipo de delitos.

No obstante algunos países todavía estén muy lejos de abordar realmente la
discriminación que sufre una gran parte de su población, minorías
incluidas, resulta reconfortante el compromiso político de abandonar un
sistema social insensato, anticuado y, por tanto, justamente considerado
ofensivo. Hoy en día, debe existir un respeto absoluto por los otros, que
va mucho más allá del sexo, la ropa que se lleva, el lugar geográfico en el
que se vive o la propia orientación sexual. No debemos tener miedo a ser
nosotros mismos cuando caminamos por la calle; no debemos tener miedo a
salir cuando está oscuro o a salir solos.


Hay que guiar a las generaciones futuras, enseñarles el respeto, el
amor.




Pero, ¿por dónde empezar exactamente?

La educación para la igualdad de sexos debe aplicarse desde los cimientos
del crecimiento. Educar a un niño es también orientarle para que no elija
un vestido azul en lugar de uno rosa sólo porque el
primero refleja en el imaginario común a los varones: esta concepción
pertenece a una sociedad patriarcal que dejamos atrás hace años. Es
necesario estar al día, abandonando prejuicios y estereotipos retrógrados
que en realidad condicionan las elecciones y los comportamientos en favor
de una presunta aceptación social.

Dejarse atar a una línea de pensamiento que no es la propia es como
ponerse las esposas en las muñecas.

Si hacer insinuaciones explícitas es justificable por ser hombres, ¿qué
pasa si el hombre mismo considera que esa actitud es reprobable? Las
esposas se rompen.

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